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Fortunata lanzó una exclamación de pasmo y maravilla. ¡Cosa más rara! ¡Y ella había tenido en su mano, días antes, para limpiarle unas gotas de cera, aquel mismo manto que había servido para pagar, digámoslo así, la salvación del chico de Santa Cruz!

Mauricia seguía dando besos al aire y diciendo cosas que enternecían a las demás... «, pensó doña Lupe, que también estaba conmovida . ¡Cuánto quieres a tu hija!... ¡Te la beberías!». Fortunata no aguardó al fin de la escena. Sentía en su interior un trastorno tan grande, que una de dos, o rompía en llanto o reventaba.

Volvió a insistir doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidir por mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata y proceder en conciencia según las impresiones que recibiera.

Fortunata contestó que , sin comprender lo que quería decir de marras. «Y ese ha sido el miserable que abusando de su fuerza maltrató al pobre Maxi, débil y enfermizo... ¡Ay, mundo amargo!».

El corazón le decía, como él dice las cosas, a la calladita, que Fortunata le había de querer de firme; y esperaba con paciencia el cumplimiento de esta dulce profecía.

Hay mucho cuidado para que no se entere de nada. Y eso que ahora, si viera usted, ha recobrado la razón; parece que está juiciosísimo; habla de todo con tino, y no hace ningún disparate». Fortunata estaba algo cohibida, pues a pesar de la convicción de que hacía gala con respecto a ciertas legitimidades, le daba vergüenza de no poder disimular ya su estado ante un amigo de la familia de Rubín.

La declaración de Maximiliano había puesto a Fortunata en perplejidad grande y penosa. Aquella noche y las siguientes durmió mal por la viveza del pensar y las contradictorias ideas que se le ocurrían. Después de acostada tuvo que levantarse y se arrojó, liada en una manta, en el sofá de la sala; pero no se quedaban las cavilaciones entre las sábanas, sino que iban con ella a donde quiera que iba.

Con que resignarse, hijas mías, que por ser cabras no ha de abandonaros vuestro pastor; tomad ejemplo de las ovejas con quien vivís; y , Fortunata, agradéceme sinceramente el bien inmenso que te doy y que no te mereces, y déjate de hacer melindres y de pedir gollerías, porque entonces no te doy nada y tirarás otra vez al monte. Con que, cuidadito...».

Lo que sabía Fortunata era que aquella mujer daba mucha guerra a las madres por su carácter alborotado y desigual. Desde que la Superiora las dejó solas, la otra rompió a patinar y a hablar al mismo tiempo. Parándose después ante Fortunata, le dijo: «Porque nosotras nos conocemos, ¿eh? A me llaman Mauricia la Dura. ¿No te acuerdas de haberme visto en casa de la Paca?».

Corrió Fortunata al ventanillo, miró con cuidado y... el otro salía embozado en su capa con vueltas encarnadas. La emoción que sintió al verle fue tan grande, que se quedó como yerta, sin saber dónde estaba. Hacía tres años que no le había visto... Observó un hecho muy desagradable: al salir el tal, no había mirado a la puerta de la derecha, como parecía natural... Estaba enojado sin duda...