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Son de invención peculiar de este poeta, y así choca al recorrer rápidamente sus obras, ciertos personajes constantes. Repítense á menudo en ellas, con los mismos rasgos de carácter, ya el viejo atrabiliario y regañón, ya la bondadosa y locuaz negra, ya la astuta gitana, ya en fin, el bufón ó bobo.

A las once de la noche me hice á la vela, y con la creciente fuí á fondear mas adentro, y en mejor paraje. Al salir el sol mandé tierra los marineros para que hiciesen fuego, á fin de que por él viniesen en el establecimiento en conocimiento de mi entrada en este rio; y á las diez me levé, haciendo diligencia de llegar al establecimiento. Advertencias á los navegantes á estos destinos.

Y mientras esto decía el tío Frasquito, iba poco a poco escurriendo escurriendo su solapa de manos de Diógenes, hasta que, libre al fin, abrochóse prontamente el gabán hasta la barba, para poner a cubierto su nívea pechera de cualquier acometida de Diógenes. Este, dejándole hacer, tornó a preguntarle: ¿Y cuándo se va Jacobo a Biarritz?... Mañana por la noche...

En aquel retiro, a fin de evitar contiendas civiles, eran encerrados cuantos podían tener algún derecho a la sucesión de la corona, arrancándoles a menudo los ojos con sabia cautela. Era menester evitar tan ruda catástrofe. El Negus tenía que enviar un Embajador al bajá que, derribado ya el poder anárquico de los mamelucos, gobernaba en el Cairo.

En cuyo acto compareció D. Cornelio Saavedra, y los Señores suplicaron encarecidamente pusiese en planta, sin la menor demora, los medios todos de su prudencia y celo, para hacer que se retirase de la plaza aquella gente, y que velase con los demas Comandantes sobre el órden público, quietud y sosiego del vecindario, á fin de precaver toda conmocion, y evitar cualquiera novedad y desgracia que pudiera esperimentarse en circunstancias tan arriesgadas; hasta tanto se resolvia lo mas conveniente al bien público.

Al fin, la emoción venció a la vergüenza, y comencé a verter una serie de frases incoherentes, apasionadas, estúpidas, protestando de mi cariño. Estaba loco. Tantos disparates debí de decir, que Gloria soltó su mano bruscamente y se echó a correr hacia el fondo. Isabel me hizo con los ojos señas de que la siguiese. Gloria le dije en voz baja, acercándome suavemente , ¿sigue enfadada conmigo?

¿No? preguntó de nuevo, intentando darme otro. No repuse con firmeza, levantándome y echando a correr por el bosque. Ella me siguió; jugamos un rato al escondite entre los árboles. A cada instante me preguntaba: «¿No?» «No», respondía yo, cada vez con más decisión. Observé que se iba impacientando y que su voz estaba ya alterada. Por fin se quedó inmóvil y silenciosa.

La inconveniencia de este triunfo me infundió vergüenza. El rubor coloró mis mejillas. Debí ponerme encendido como la grana, y más aún cuando advertí que Pepita me aplaudía y me saludaba cariñosa, sonriendo y agitando sus lindas manos. En fin, he ganado la patente de hombre recio y de jinete de primera calidad.

Venció sus temores, y habló. Un amigo como el que ahora has deseado, dijo, con quien poder llorar sobre tu falta, lo tienes en , la cómplice de esa falta. Vaciló de nuevo, pero al fin pronunció con un gran esfuerzo estas palabras: en cuanto á un enemigo, largo tiempo lo has tenido, y has vivido con él, bajo un mismo techo.

Por fin consiguió que su hija le siguiese, y aquella noche no la permitió volver al colegio. «Aquí no hay más madres que yo» dijo don Luis y desde entonces se consagró al cuidado y educación de su hija, sin perder por eso su desmedida afición a la cosa pública.