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Abrió el cajón de la cómoda y sacó una cajita de madera, y de ella un sello de cauchouc. Tomó un papel blanco después y lo selló. Mira. ¿Qué es esto? Un sello que pienso aplicar sobre las dos obras que voy a dar a luz y sobre todas las demás que escriba en adelante. ¿Pero qué dice aquí? No leo nada. No hay palabras; no hay más que una figura. Obsérvala bien. Parece una mancha de tinta.

Ni su linaje, ni su edad, ni su figura dan motivo para suponer ni por asomo que pueda usted quedarse para vestir imágenes. Pues oiga usted lo que voy a decirle ahora, en este momento cuya solemnidad dará suficiente valor a mis palabras para que queden por siempre grabadas en su memoria: No me casaré jamás.

Delaberge se le quedó mirando lleno de sorpresa, preguntándose si no estaría loca aquella mujer. No la entiendo... ¿Qué quiere usted decir? Nada, nada... Se vio entonces que hacía grandes esfuerzos para recobrar su impasibilidad de figura de cera y prosiguió: Deje usted que hable con Simón; será mejor para y para usted... Prométame que se marchará usted apenas quede arreglado este asunto.

Y la voz de ambas hermanas se fundió en un concierto de risitas de placer y orgullo; ambas volvían a ver el estanque helado, los árboles cubiertos de encajes de escarcha, la brumosa mañana, y la figura juvenil del rey, con su rostro pálido de frío, su cuerpo esbelto, sus modales sueltos y elegantes, y su sonrisa entre picaresca y cortés, al inclinarse para felicitar a la ágil patinadora.

Cesaron las conversaciones mantenidas a media voz, y un silencio hostil y penoso empezó a gravitar sobre todos aquellos hombres. Jaime se apoyó en una pilastra del porche, alta la frente, arrogante el ademán, destacando su figura sobre el fondo del horizonte, como si adivinase los ojos que en la obscuridad estaban fijos en él. Sentía cierta emoción, pero no era de miedo.

La figura enorme de Balzac, que á pesar de hallarse en la ubérrima y gloriosa plenitud de su labor, necesitaba escribir diecisiete y dieciocho horas diarias para pagar sus deudas, es prueba concluyente de que raras veces el libro produce lo necesario para vivir holgadamente.

Los aristotélicos creian que de las mudanzas de los cuerpos, unas eran accidentales, como la de figura, movimiento, densidad, calor, frio etc. etc., otras substanciales, como el tránsito de la madera á ceniza. Pero en medio de esta variedad de sistemas, es notable el acuerdo en admitir algo permanente sujeto de las mudanzas.

-Nadie dude de esto -dijo Sancho-, porque mi señor tiene muy buena mano para casamentero, pues no ha muchos días que hizo casar a otro que también negaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadores que le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, ésta fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.

Había también acacias silvestres sosteniendo con endebles pilares una inmensa bóveda de hojas; numerosos fresnos de elegante figura, representando en su copa bien cortada la pulcritud clásica; espineras silvestres, tejos, álamos, moreras y otras varias clases de árboles, todos fraternizando en el pedazo de tierra parroquial que las aficiones selváticas del cura anterior les había asignado.

Porque su figura exige que el punto A, vértice de un ángulo saliente, diste del punto D, vértice de otro ángulo, la distancia A D. Esta distancia no puede existir, porque donde no hay cuerpo, no hay distancia. Luego existiria y no existiria la distancia á un mismo tiempo, lo que es contradictorio.