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Aresti se encogió de hombros. No le molestaba ninguna de aquellas fiestas: eran para él espectáculos curiosos, en los que estudiaba el afán por lo extraordinario, por las protecciones ocultas que experimentan la debilidad y la ignorancia.

Para que el progreso pusiera su mano en la obra de aquel hombre extraordinario, cuyo retrato, debido al pincel de D. Vicente López, hemos contemplado con satisfacción en la sala de sus ilustres descendientes, fue preciso que todo Madrid se transformase; que la desamortización edificara una ciudad nueva sobre los escombros de los conventos; que el Marqués de Pontejos adecentase este lugarón; que las reformas arancelarias del 49 y del 68, pusieran patas arriba todo el comercio madrileño; que el grande ingenio de Salamanca idease los primeros ferrocarriles; que Madrid se colocase, por arte del vapor, a cuarenta horas de París, y por fin, que hubiera muchas guerras y revoluciones y grandes trastornos en la riqueza individual.

Candoroso e impresionable, D. José era como los niños o los poetas de verdad, y las sensaciones eran siempre en él vivísimas, las imágenes de un relieve extraordinario. Todo lo veía agrandado hiperbólicamente o empequeñecido, según los casos. Cuando estaba alegre, los objetos se revestían a sus ojos de maravillosa hermosura; todo le sonreía, según la expresión común que le gustaba mucho usar.

Febrer, con la humildad del que se siente arrepentido de una mala acción, saludaba a todos dulcemente. ¡Bonas tardes tenguin! Los labriegos le respondieron con un gruñido sordo; las muchachas torcieron la cara con un gesto de contrariedad para no verle; los tres viejos contestaron al saludo tristemente, mirándole con ojillos escrutadores, como si encontraran en su persona algo extraordinario.

Se volvió de nuevo hacia el Jurado, le contempló con una larga mirada, clara y franca, y quedó un instante pensativo, cabizbajo, levantadas ambas manos a la altura del pecho, los ojos entornados, las cejas fruncidas. Los jurados y el público le miraban con interés, esperando algo extraordinario; sólo los jueces, habituados a las maneras oratorias de aquel señor, permanecían indiferentes.

La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta. Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel. Nébel objetó: ¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario... ¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.

Hay algo en las formas, la fisonomía y la mirada de la foca, que ofrece la imagen brusca ó brutal de la mujer, y que hace por momentos sospechar la inteligencia escondida en el cráneo de ese animal, extraordinario por sus costumbres; noble por su tendencia á la fraternidad y su valor en la defensa de su familia.

No admito que una empresa comenzada se quede sin terminar, á menos que no se demuestre que es imposible. Pero usted no sólo no ha retrocedido sino que acepta todas las dificultades con la calma de un hombre resuelto. Su valor de usted es extraordinario. Marenval bajó la cabeza. No me coloque usted tan alto en su estimación. Debo confesarle que, en el fondo, he dudado más de una vez.

Decididamente, no he venido al mundo para las negociaciones delicadas. Esta vez era Kisseler, y detrás de él, Lautrec. No con qué expresión lo he recibido, pero que fue bastante singular para que, en varias ocasiones, me mirase sonriendo. No pude menos de hacer la observación en voz alta: ¿Qué tengo hoy de extraordinario? Lautrec respondió: Estoy observándolo. ¡Ay, señor cura!

Nuestra fiesta del Corpus vale poco, comparada con la de otros tiempos, y sin embargo, ¡cuántas economías hay que hacer en la Obrería para pagar los cuatro ochavos que cueste este extraordinario! Quedóse silencioso largo rato don Antolín, mirando fijamente a Luna, como si acabara de ocurrírsele una idea extraordinaria.