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No fue presuntuosidad de vanidoso la que se le entró al alma, ni vanagloria súbita de aventuras absurdas, sino una sorpresa grandísima. ¿De qué nacían aquellas muestras de agrado, comedidas, pero clarísimas? El instante de vacilación al subir al coche, y luego la mirada dulce y triste, ¿qué querían decir? Aquella expresión afectuosa impregnada de modestia, pero ostensible, ¿a qué obedecía?

En el espacio de pocos minutos me hizo un sin fin de preguntas, muchas de ellas tan insustanciales que era dificilísimo contestarlas. Sus ojos estaban siempre clavados en con expresión dolorosa de piedad, como si le estuviese dando cuenta de los más tristes y amargos pesares. Confieso que aquella mirada insistente y ridículamente compasiva llegó a irritarme la bilis.

Jaime seguía mirando al Ferrer con la irresistible atracción de la antipatía. Manteníase el verro silencioso y como distraído entre sus admiradores, que formaban corro en torno de él. Parecía no ver a los demás, fijos sus ojos en Margalida con una expresión dura, cual si pretendiese vencerla bajo esta mirada que infundía miedo a los hombres.

Este orden de ideas es lo que se llama desde hace algún tiempo la ola en literatura, y ya se sabe que la literatura es la expresión escrita de la moral.

En uno de los libros, al abrirle al acaso, tropezaron mis ojos con un nombre de mujer: ¡MATILDE! Así, entre dos admiraciones, como un grito de alegría, como la expresión de la más dulce esperanza, como la confesión de un afecto sofocado en el pecho, que un día se nos escapa irresistible y delata ante la malicia estudiantil, ante la cruel y dura indiscreción de los condiscípulos, que una mujer de ese nombre tiene en nuestro corazón un altar, donde recibe culto y homenajes; donde sólo ella reina, señora de todo afecto puro, dueño de todos los pensamientos, soberana de nuestro albedrío.

Tónica se resistió a aceptar el paraguas de Juanito; no podía consentir que el joven se mojase por complacerla a ella; y en cuanto a ir los dos juntos bajo aquella cúpula de seda... sólo en pensarlo la producía rubor y hacía que echase su cuerpo atrás, como para huir de un peligro. Pero la expresión de angustioso ruego de Juanito pareció convencerla.

Al acercarnos, la madre me saludó con sonrisa afectuosa: yo me incliné, tomé el crucifijo que pendía de su cintura y lo besé. La monja sonrió aún con más afecto y expresión de bondadosa simpatía. Seamos claros.

La curiosidad de los espectadores estaba en extremo sobreexcitada; pero la de la señora de Maurescamp había llegado al último grado, y la expresión de su rostro, mientras seguía las fases y peripecias de la lucha, demostraba su interés, o más bien una ansiedad que no estaba en armonía con las circunstancias. Aquel asalto fue un desastre para el señor de Maurescamp.

Se dejó acariciar el marqués, sonriendo humildemente, con una expresión de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acabó por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar. ¿Tienes dinero?... Cesó de sonreir Torrebianca y pareció preguntarle con sus ojos: «¿Qué cantidad deseas

Aún podían ser felices: era un amor reposado y durable lo que él la ofrecía; un amor de otoño, un amor para siempre, sin complicaciones dramáticas, plácido, tranquilo, dulcemente monótono, como las veladas junto al fuego. La mujer rió con una expresión dolorosa.