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Desde el primer momento se confesó autora y única responsable de la fuga: el excusador ninguna culpa había tenido en ella; sólo había cedido a acompañarla después de incesantes ruegos y valiéndose del ardid de los malos tratos en su casa.

Al cabo dijo, sin apartar el pañuelo de los ojos: Soy la esposa de D. Álvaro Montesinos. El excusador dio un paso atrás involuntariamente. ¿Cómo? ¿aquella dama era la mujerzuela despreciable que había hecho la desgracia de D. Álvaro, de quien su madrina D.ª Eloisa hablaba siempre con horror? Por ésta conocía la triste historia del aquel matrimonio.

Hubo entre ambos largas pláticas, en que se buscaron y ponderaron los medios de llevarlo a cabo; se trazaron y se rechazaron diferentes planes; por último, quedaron convenidos en que el excusador fuese a la morada de D. Álvaro por encargo de su hermana a pedirle una limosna para las viudas y los huérfanos de unos pescadores que habían perecido recientemente en la mar.

Lo que ahora nos toca es atender al enfermo y ver si podemos aliviarle. Suba usted conmigo, señor excusador. No hay esperanza... El médico lo ha dicho... ¡Pobre señorito de mi alma!... ¡La mato, la mato! En el gran patio, toscamente empedrado, la lluvia producía ruido lúgubre. Subieron la escalera deteriorada y sucia del principal. Ramiro iba llorando y murmurando amenazas.

Y para vigilar toda la iglesia y tener cuenta que ningún muchacho se excediese, abrió con la muleta un pasillo por el centro y comenzó a pasear por él gravemente desde la puerta hasta el altar mayor y viceversa, apercibido a moler los cascos al primero que se desmandase. El excusador principió en tono muy bajito, muy bajito, para mayor solemnidad.

Sin embargo, desde la llegada del P. Gil al pueblo, el rebaño había experimentado algunas bajas. Varias beatas abandonaron su sotana protectora para colocarse bajo la férula del nuevo excusador.

Libre ya del temor al párroco, Obdulia empezó a frecuentar la nueva casa del excusador y a ejercer en ella una alta vigilancia. Enterábase de la ropa blanca, del estado de las sotanas, de los alimentos que más placían al padre, de las particularidades de su cama. Algunas veces venía a ayudar al planchado o llevaba para aplanchar en su casa aquellas cosas más delicadas, como las albas y los roquetes, recosía las medias que se habían roto, quitaba las manchas de las sotanas, etc.

Usted es demasiado bueno para vivir entre esta gente... y le sacrifican como un cordero... ¡Si fuera yo!... ¿Cree usted que no me apena verle a usted humillado, verle pisoteado por esos peleles que no sirven para limpiarle los zapatos?... ¿No es triste que otro recoja el premio de sus afanes?... A usted no le importará nada, padre, pero yo no podré, sin que me arda toda la sangre del cuerpo, verle a usted de excusador, de simple ayudante de ese... de ese farfantón.

En que las otras están llenas de cosas monstruosas, irracionales respondió imperiosamente el clérigo, en que sólo la religión del Crucificado llena todas las aspiraciones de nuestro sentimiento y nuestra razón. ¡Tenga usted cuidado, señor excusador! exclamó el mayorazgo soltando una alegre carcajada que está usted haciendo depender la verdad revelada del aserto de la razón, que está usted proclamando la supremacía de ésta, lo cual es una proposición herética. ¿Cómo? ¿cómo? preguntó aturdido el sacerdotePero Montesinos cambió la conversación bruscamente.

Sus ojos brillaban con fiereza, mirándole de arriba abajo; pero estos ojos se dulcificaron repentinamente al ver temblar una lágrima en los del P. Gil. Dispénseme usted, señor excusador se apresuró a decir, acercándose a él, si le he ofendido. Tengo mal carácter... me irrito con facilidad... Adiós, señor, adiós respondió el P. Gil, estrechando la mano que Montesinos le tendía.