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Te has olvidado aquí el dinero dijo alargándole otra vez la cartera. No me he olvidado. Es para también. ¿Para ? exclamó él poniéndose pálido. ¿No lo quieres? preguntó ella con timidez poniéndose encarnada. No; no lo quiero replicó él con firmeza. Clementina no se atrevió a insistir. Tomó de nuevo la cartera, sacó de ella los billetes y la volvió a entregar al joven.

¿Conocerasle , Florela? dijo doña Guiomar con la voz un tanto cuanto sonando a celos. Cien años pasaran, y entre mil le viera, y conociérale, respondió Florela. ¿Pues cómo le has visto , o cómo te ha mirado él, exclamó, ya con la voz y la mirada enemigas, doña Guiomar, que así, no habiéndole visto más que por breves momentos, no puede despintársete?

¡Carambas! ¡que no le han de dejar á uno almorzar en paz! Es el tercer día que viene; es una pobre muchacha... ¡Ah, demonios! exclamó el P. Camorra; yo me decía: algo tengo que decir al General, para eso he venido... ¡para apoyar la peticion de esa muchacha! El General se rascó detrás de la oreja.

¡Á tu salud, mon garçon! exclamó levantando su jarro y con sonrisa que descubrió dos hileras de firmes y blancos dientes ¡Por mi espada, que no has visto muchos hombres de armas, ó no me mirarías como si fuese yo un moro recienllegado de España! Jamás había visto un soldado de nuestras guerras, confesó Roger francamente, aunque oído y leído mucho sobre sus proezas.

No, eso no dijo la señora Hellinger. La señora Duquesa se ha dignado dormir hoy un poco más. ¡Dios del Cielo! exclamó de nuevo él. ¡Y nadie ha ido a verla! ¿Nadie sabe nada de ella? Doctor ¿qué te pasa? gritó el viejo Hellinger que comenzaba a inquietarse.

Bendito sea tu pico, palomita exclamó dirigiéndose á su mujer. Nada dices, mi alma, que no esté puesto en razón. Ahora mismito voy á ordeñar. Eladia, enciende el farol. Vamos, déjate de palabras necias y arrea. ¡Que viva, eh! decía Martinán guiñando el ojo á los tertulios. ¡Vaya una mujercita despachada!

El cual, al ver a su mujer, acarició su espesa barba y lanzó un profundo suspiro. El también sentía cierta admiración por Kotelnikov, con motivo de su originalidad. Cuando se inclinó sobre el moribundo, éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas, exclamó: ¡Aborrezco a ese diablo negro!

Yo, que sentía la comezón de todos los que aman por explayarme y narrar las menudencias de mis amores, respondí sonriendo: Pues ... creo que lo estoy un poco. Una mijita, ¿eh? ¿Ve uté como a no se me escapa nada? exclamó, rebosando de alegría y triunfo, como si hubiera descubierto un tesoro escondido.

Sofía exclamó: ¡Su prometida! ¿Así estamos ya? ¡Se va a divertir esa joven en la vida conyugal si ya sospecha usted de ella!... ¡Qué chistosos son los hombres! No me haga usted responsable de sus chifladuras, querido. Dispénseme usted que insista, señora.

¡Ahí está Hipólito!... exclamó Melchor y asomándose por la ventanilla del coche que aun marchaba, le gritó: ¡Hipólito!... ¡Hipólito!... ¡aquí!... ¿Quién es ése, ché? El cochero de la estancia... ¡verán qué tipo!... toma tu valijita, Lorenzo... y para ti Ricardo, toma... ¡ que no puedes pasarte sin los diarios!... ¡No seas pavo!...