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La esposa de Felipe III se dirigió a la antesala y allí dijo a un lacayo: El abrigo de esta señora. No se habló otra palabra. El lacayo entregó el abrigo. María Estuardo se lo puso sin ayuda de nadie, con mano temblorosa. Luego avanzó unos cuantos pasos, y volviéndose de pronto, dirigió una mirada de odio mortal a D.ª Margarita de Austria, que se la devolvió acompañada de una sonrisa de desprecio.

El vizconde era un confianzudo amigo de la casa, que serviría de testigo. Se trataba de una familia de alta alcurnia, que llegaba de provincia, con los históricos y vistosos trajes de sus antepasados, conservados por puro orgullo, en una vida de voluntario aislamiento. ¡Al fin había encontrado el señor duque la deseada esposa, que parecía como mandada a hacer a su medida!

El doctor pensó que las que habían huido para evitarse su presencia eran las de Lizamendi. Aquella voz que protestaba era, sin duda, la de su mujer. La entrevista fué glacial, sin que la esposa del millonario hiciese el menor esfuerzo por disimular la antipatía que le inspiraba el médico. Sus ojos azules le miraban con fijeza desdeñosa. ¿A qué se presentaba allí? ¿Quién le había llamado?

Una noche despertó a su esposa el lector de fondos diciendo: Oye, Paca, ¿sabes que no puedo dormir?... A ver si entiendes esto que he leído hoy en el periódico. «No deja de dejar de parecernos reprensible...». ¿Lo entiendes , Paca? ¿Es que les parece reprensible o que no? Hasta que lo resuelva no puedo dormir....

Doña Juana levantó la cabeza, miró de una manera serena á don Francisco, que no había cesado de examinarla, y le saludó de nuevo. Este caballero añadió el conde , te pide por esposa. Pasó por los ojos de doña Juana algo doloroso, pero tan recatado, tan fugitivo, que ni su padre ni el duque lo notaron. Pero no pudieron dejar de notar el vivísimo color que cubrió las hermosas mejillas de la joven.

Quevedo, que tenía siempre valor para dominar las situaciones más difíciles, que no desatendía jamás ninguna circunstancia por ligera que fuese, se acercó á la mesa, desdobló el papel y le leyó: «Don Juan decía : He tenido la desgracia de conoceros y de que no me améis: mi vida es demasiado horrible para que yo la conserve, y me habéis hecho demasiado daño para que yo quiera vengarme de vos; me he vestido de boda para acudir á vuestra cita; de esa cita saldré envuelta en una mortaja; sois noble y generoso, y el único medio que tengo para que no me olvidéis jamás, es morir en vuestros brazos; cuando leáis este papel, habré muerto ya; os amo, os amo tanto, que todo por vos lo pierdo; hasta mi alma; que no me olvidaréis nunca, mientras viváis, y quiero mejor vivir muerta en vuestro pensamiento, que vivir muriendo lejos de vos, abandonada, despreciada por vos; que mi recuerdo no os haga infeliz; amad... amad mucho á vuestra esposa, porque si os ama como yo os amo, y un día se ve desdeñada por vos como yo me he visto, morirá como yo muero.

En el año de 1659 acompañó á María Teresa, hija de Felipe IV y esposa de Luis XIV, figurando en París al frente de una compañía, y dando allí representaciones escénicas por largo tiempo.

Se ignora lo que hizo la futura esposa del magnate en cuestion; lo que se sabe es que á los pocos dias de esta entrevista, la inglesa recibia una órden de destierro, sin obtener auxilio alguno. El magnate se casó por fin con la mujer que habia elegido últimamente, y tuvo de ella un hijo.

Pues si eso no, resígnese usted a sentir el moscón en su oído. ¿Y qué dirá el moscón? Dirá que usted no tendrá salud mientras no tenga paz en su espíritu, y no tendrá paz en su espíritu mientras no tenga familia. ¿Y cuándo tendrá usted familia? Cuando se reconcilie con su esposa, previo el arrepentimiento de ella y el perdón de usted. ¡Arrepentimiento, perdón!

Le dominaba por completo su mujer, fanática ardentísima, que aborrecía a los liberales porque allá en la otra guerra, los cristinos habían ahorcado de un árbol a su padre sin darle tiempo para confesar. Carraspique frisaba con los sesenta años, y no se distinguía ni por su valor ni por sus dotes de gobierno; se distinguía por sus millones. Doña Lucía, su esposa, confesaba con el Magistral.