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Hablemos ahora de Melchor, honra y gala de la familia, orgullo de su madre, y esperanza de todos, pues primero se dudara allí de los Cuatro Evangelios que de la próxima ascensión del joven Relimpio a una posición coruscante. ¿Cómo no, si Melchor era, según D.ª Laura, lo más selecto del orbe en hermosura, talento y sociabilidad?

No era para dudar de que estos propósitos del ofendido caballero quedasen en tales, y así fué, que sabiéndolos algunos amigos, pusieron el caso en conocimiento del Asistente, que lo era entonces el conde de Palma, y éste, deseando evitar el lance, y con la esperanza de un arreglo, mandó llamar el mismo día á su casa al conde de Teba y á don Rodrigo de Zárate.

Al oir estas palabras Jenny experimentó una sensación de alivio delicioso y un rayo de esperanza devolvió la claridad á su cerebro. ¿No habría sido juguete de una ilusión? ¿Por qué aquel hombre, que se llamaba Herbert Carlston, había de ser Jacobo de Freneuse? ¿No podía existir una semejanza extraordinaria y terrible?

Siento una tristeza sin esperanza, sin ilusiones; la tristeza de la buena fortuna, más terrible que todas, pues pocos hombres la conocen.

Aquel santo varon, de alma tan pura como la blanca nieve de sus canas, que al cabo de una vida de amargura, consumida en virtudes sobrehumanas, iba á llevar de Dios á la presencia cual la de un niño pura su conciencia, piensa profundamente que es esa dicha demasiado grande para poder lograrla fácilmente; y aún cuando su alma cándida le abona, y aunque la llama de la le escuda, siente que la esperanza le abandona nublada por las sombras de la duda.

El contraste entre la prodigiosa opulencia del templo y los harapos de la pobre suplicante; entre la persistente durabilidad de aquellos miles de santos con vestiduras de oro, y la fragilidad de ese pequeño ser sin esperanza, era cruel y aplastador. La mujer seguía arrodillada, repitiendo en vano y obstinadamente sus oraciones.

La pérdida absoluta de la esperanza le trajo la sedación nerviosa, y la sedación, estímulos apremiantes de reparar el fatigado organismo.

Bajo el cielo límpido y tachonado de estrellas, parecía que flotaba un grito de odio y de venganza. Y dentro de aquella tranquilidad, y de aquella atmósfera tibia y serena, unos hombres, verdaderos condenados, maldecían la vida que se arrastraba para ellos en el sufrimiento y la miseria, sin esperanza. El vigilante enseñó á Tragomer la cordelería y le dijo: Ahí tiene usted la casa.

Todo se aunaba para infundir en sus almas la esperanza de ver unidos sus destinos, y éste era siempre el tema de sus coloquios desde que uno y otro habían leído claro en el fondo de su pecho.

Lleno de esperanza, alzó la voz cuanto pudo, y dio su recado. Que la señora estaba en la capilla, con el señor capellán.... Que le habían despedido de allí.