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Tres noches de peligros, noches solemnes y sombrías, tuvieron á todos los pasajeros en ansiedad, aunque al venir el dia los espíritus se tranquilizaban y el buen humor volvía. La noche multiplica siempre la gravedad de las impresiones, y es el sol con sus eternas alegrías el que hace palpitar el corazon de esperanza y placer.

Sólo , sólo , virgen del cielo, puedes reverdecer mi vida muerta; regalarme puedes el consuelo, y puedes alegrar mi triste duelo y restañar mi herida siempre abierta. ¡Oh! en está mi esperanza; no la mates; déjame acariciar mis ilusiones, y no me arranques ¡ay! no me arrebates la dicha que me anima en los combates y rompe de mi mal los eslabones.

Están bien, señor; no se puede decir que están mal... ¡Ah! si su espíritu estuviese lo mismo... ¡Pero no lo está! no, no lo está. En fin, Giraud, no hay que desesperar. ¿Quién sabe? Todo puede cambiar. ¡Oh! no, señor; no hay esperanza alguna... Pero, con su permiso, si el señor quiere servirse entrar, iré á anunciarle á las señoras.

Conocido por el tirano lo dificil que le era tomar el Cuzco, desistió del empeño, despues de algunos ataques, en que fué rechazado gloriosamente por sus vecinos, dirigidos y gobernados por Villalta, quien le quitó de las manos una presa con que ya contaba, y perdida aquella esperanza, se contrajo á continuar las correrias y robos contra los españoles.

Ser algo por amor suyo me hubiera quizá impelido a serlo todo; ambicionar lejos de ella, es caminar sin término, pensar sin juicio, tender el vuelo a los espacios sin que la mente sepa dónde ha de hallar descanso la esperanza.

Andronico advirtió la bondad del hombre, y pareciéndole que debia ser enviado de Dios para remedio de tantos daños, determinó de encargalle la guerra, y dexarsela hacer á su modo, porque tenia por cierto que sus pecados eran causa de tantos malos sucesos pues no bastó un grande ejército para vencer tan poco número de Turcos; y así puso solo su esperanza en la bondad de Philes, á quien dió dinero, armas y cavallos, y la gente que quiso.

Tirso entró en seguida en funciones, inundándosele el alma de alegría ante el espectáculo de aquellas mujeres que, unas en continuo trabajo, otras en perpetua oración, tenían puesta la mirada en el cielo y la esperanza en Dios.

Había que tener fe en algo; su débil espíritu no le consentía en ninguna tribulación quedarse sin ninguna esperanza, sin una tabla a que agarrarse.

Notaba que los setos estaban mal cuidados y se prometía reforzarlos, para que no pudiesen entrar los ladrones. El 6 de septiembre, hasta el señor Delviniotis había perdido toda esperanza. Mateo Mantoux lo supo y se apresuró a escribir «a la señorita le Tas, en casa de la señora Chermidy, calle del Circo, París».

Quedoles el convencimiento de que en el mundo había algo que les era común y propio por igual, algo que todo lo perturba y equipara: el Dolor, deidad suprema que puede sembrar la duda en el espíritu del creyente y hacer que brote la esperanza en el pensamiento del incrédulo; pero alejado el peligro renació en su corazón la intransigencia, y ni Luciano atribuyó poder a su oración, ni Marcelo creyó en la eficacia del remedio.