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Ulises vió señoras vestidas de blanco haciéndose abanicar, tendidas en sillones, por sus pequeños pajes chinescos; vió militares bronceados y enjutos, con aspecto enfermizo, que parecían galvanizados por la guerra que los arrancaba á la siesta asiática, y niñas, muchas niñas, contentas de ir á Francia, el país de sus ensueños, olvidando en esta felicidad que sus padres marchaban tal vez á la muerte.

Su padre llegó corriendo adonde estábamos, y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero, como ella no le respondiese, dijo su padre: ''Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado''. Y, quitándola del mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: ''Ámexi, cristiano, ámexi'': "Vete, cristiano, vete". A lo que su padre respondió: ''No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos.

Un ratito después, calló la campana y llegaron dos hombres con sendos brazados de velas y de cirios que mandaba el Cura, por delante. Venían enjutos de tobillos arriba, pero muy espelurciados y «ardiéndoles» las narices y las orejas; porque, según declararon, aunque había cesado de nevar, continuaba soplando el cierzo, más frío que la misma nieve.

A la salida, repetición del desfile: junto a la pila se situaron tres o cuatro de los que ya no se llamaban dandys ni todavía gomosos, sino pollos y gallos, haciendo ademán de humedecer los dedos en agua bendita, y tendiéndolos bien enjutos a las damiselas para conseguir un fugaz contacto de guantes vigilado por el ojo avizor de las mamás.

Ojeda lo reconoció, recordando la fotografía entrevista una vez: era míster Power. Acababa de detenerse el buque, bajando su escala para recibir a los empleados del puerto encargados de revisar sus papeles. Aparecieron en las cubiertas varios marineros mulatos o blancos, pero todos por igual de obscura tez y extremadamente enjutos de carnes. Eran la escolta de los funcionarios del puerto.

»Al despedirme, el marido me estrechó con efusión la mano entre las dos suyas. No me atreví a tendérsela en seguida a la mujer; pero, en cambio, ¡qué asombro!, me tendió ella la suya. No se la besé, porque no lo juzgara sospechoso por excesivo; pero mis ojos, mal enjutos todavía, volvieron a llenarse de lágrimas.

Estaba Paz sola en su cuarto, tristemente impresionada con la despedida de por la mañana, todavía en ropas de levantar, sin gusto para engalanarse, descuidado el vestir y no muy enjutos los ojos, cuando entró la doncella diciendo que un sacerdote deseaba hablar a la señorita.