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Sólo en los raros momentos de amor acallaban su hambre y su crueldad estos ásperos guerreros, despobladores del mar. Las parejas se abstenían de devorarse. Se encontraban apetecibles, pero sus triples dientes y sus aletas de sierra se limitaban á una ruda caricia. La hembra se dejaba dominar por el compañero que enganchaba en ella sus instrumentos de presa.

Cuando se embarcaba, se internaba más que nunca en el mar y sus brazos robustos encontraban un placer en impulsar los remos; cualquiera que fuese el objeto de su visita, un encanto invisible lo atraía siempre cerca de Germana, lo mismo por tierra que por mar; se volvía hacia ella como la brújula a la estrella, sin tener conciencia del poder que lo atraía.

Corriendo, gritando, arrojándole piedras, ramas secas, y cuantos objetos encontraban al alcance de sus manos, atravesaron los caminos y los claros, y se internaron, bajando la cabeza, en los sitios más espesos del bosque.

En este interin cuantas cosas encontraban, las pisoteaban ó destruian: es á saber, mataron las ovejas, desbarataron el techo de la casa de los PP., que por su teja y ladrillo habia quedado en piè, y sacando las cosas que estaban enteras, las hacian como tributo, ó paga de alguna culpa.

Nos acercamos al caserío. No hubo necesidad de llamar; la puerta se hallaba abierta y en el umbral se encontraban la hija del inglés en compañía de una muchacha morena, desgarbada, con los pies desnudos. La hija del capitán tenía los ojos como de haber llorado. ¡Cuánto ha tardado usted! me dijo. No he podido venir antes. Vamos a ver a mi padre.

Catalina y Martín se encontraban muchas veces y se hablaban; él la veía desde lo alto de la muralla, en el mirador de la casa, sentadita y muy formal, jugando o aprendiendo a hacer media. Ella siempre estaba oyendo hablar de las calaveradas de Martín. Ya está ese diablo ahí en la muralla decía doña Águeda . Se va a matar el mejor día. ¡Qué demonio de chico! ¡Qué malo es!

Total: que la esposa del héroe de Cerro Pardo poseía una colección enorme de alhajas, y los maliciosos las encontraban iguales á las que habían comprado en Londres y en Nueva York ciertas familias del Méjico anterior que andaban ahora vagabundas, lejos del país.

Su ira por los disgustos domésticos y por aquella fuga que lastimaba su vanidad ansiaba descargarla sobre los toros. Cuando llegó el carruaje, atravesó Gallardo el patio, sin fijarse, como otras veces, en la emoción de las mujeres. Carmen no apareció. ¡Bah, las hembras!... Sólo servían para amargar la vida. En los hombres se encontraban únicamente los afectos durables y la alegre compañía.

Los dos hombres se habían aproximado, examinándose de cerca con la mayor naturalidad, como si fuesen dos caminantes que se encontraban en pleno campo.

Algunas mamás, severas y malhumoradas, encontraban atrevida la expresión de sus ojos. Otras matronas, cuya barba empezaba á poblarse de canas, quedaban pensativas y melancólicas á la vista de estos hermosos guerreros, que parecían despertar sus recuerdos.