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Dímelo, dímelo, María... De ti no ha nacido ese pensamiento... no has podido pensar que tu prometido, el marqués de Peñalta, el descendiente de tantos caballeros nobles, un militar pundonoroso y leal, pudiera escuchar con calma semejante proposición... no has podido imaginar que el hombre que te adora sea un cobarde traidor a quien sus compañeros escupirían con razón en la cara... Sólo así te puedo perdonar las horribles palabras que acabas de proferir... Oye, por Dios, María... En este momento tengo la cabeza encendida y el corazón helado... Escucho dentro de una voz que me anuncia una gran desgracia.

Y Ana, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba el presidente del Casino, no pensaba en tal instante ni en que ella era casada, ni en que había sido mística, ni siquiera en que había maridos y Magistrales en el mundo. Se sentía caer en un abismo de flores. Aquello era caer, , pero caer al cielo.

Notábanse allí sus amores con innumerable caterva de diosas, ninfas, princesas y zagalas, a cada una de las cuales se entregó y se unió todo el Dios, desdoblándose y multiplicándose en idéntica forma y substancia y sin dejar de ser nunca uno y el mismo, porque toda alma piadosa, encendida en amor divino, posee a Crishna por completo, como si Crishna y ella fuesen solos o absorbiesen en su unión cuanto es y cuanto puede ser en los tres mundos.

El ama, aunque a regañadientes, tuvo que aproximar a la cama el veladorcito y dejar en él encendida una vela. Durante todo esto no estaba ociosa la lengua del ama. Inesita casi respondía siempre por monosílabos, deseosa de que terminase la charla y de quedarse sola; pero el ama estaba en vena aquella noche y no acababa con sus reflexiones y discursos.

¿Y son estas las novelas que usted lee? dijo con severidad Amparo, que había ojeado uno de mis libros. ¡Oh! esta novela en ninguna parte está mejor que en el fuego. Y arrojó el libro a la chimenea. Era un tomo del Baroncito de Faublas. Sólo había tenido tiempo de leer algunas líneas Amparo, y se había puesto encendida como una guinda.

Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz, asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande encendida en la mano.

«Ya veo, señora, ya veo dice su papá muy atufado , que me ha traído usted aquí una tienda de trapos...». Y su mamá, azorada con la cara muy encendida, no decía más que: «yo... yo... verás...». En esto, la pobre niña, llegando al período culminante de su delirio, sintió que dentro de su cuerpo se oprimían extraños objetos y personas.

Mi amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesario para comprender que el motivo de visita tan inesperada no podía ser lisonjero. «Vengo a despedirme», dijo Malespina. Todos se quedaron como lelos, y Rosita más blanca que el papel en que escribo; después encendida como la grana, y luego pálida otra vez como una muerta.

Nicolás era desgarbado, vulgarote, la cara encendida y agujereada como un cedazo a causa de la viruela, y tan peludo, que le salían mechones por la nariz y por las orejas. Maximiliano era raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente privado de gracias personales. Como que había nacido de siete meses y luego se le criaron con biberón y con una cabra.

Y este anhelo subía de punto al notar yo o al imaginar que notaba que D. Pepito estaba pálido y triste. Y yo me ponía triste también, pero no pálida, sino encendida como la grana, y sintiendo traidora compasión y suave quebranto.