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Y la visita la hicieron una mañana que Tónica no tenía trabajo y su novio pudo abandonar Las Tres Rosas. ¡Qué emoción! En la plaza de la Reina ya le temblaban las piernas a Micaela, pensando en el arrugado papel de estraza que contenía los billetes mugrientos, y más aún en que iba a verse ante aquel señor de quien todos se nacían lenguas.

Corazón, emoción, ala leve y sutil, tenlos siempre, oh varón, y siempre, oh mujer, y ambos siempre tendréis, con las rosas de Abril, entre risas de sol, un rincón de pensil en que a solas oir el volar de un querer.

Sus ojos parecían más grandes que nunca, y miraban con una fijeza que daba escalofríos. A lo menos los sintió don Víctor, que dio un paso atrás, y tuvo terror, como en presencia de un fantasma. Antes que en la traición de aquella mujer pensó en el gran peligro que corría la vida de Ana, si una emoción fuerte la espantaba.

Lloró de emoción la muchedumbre al ver que el Padre de los Maestros, á pesar de hallarse gravemente enfermo, había abandonado su cama para servir á la patria. Tres cañones fueron apuntados contra el gigante.

Observé que los párpados jamás se contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principalmente cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento ni emoción.

He hablado con la señora de *; es la italiana más bella y simpática que he tenido jamás ante mis ojos; posee una especie de irradiación dulce y viva a la vez, que subyuga el corazón al mismo tiempo que deslumbra la vista: el sonido de su voz, unido a cierto acento extranjero, despiden una emoción y una ternura que atraen y encantan a la vez.

Uniéronse las manos de los jóvenes, y ambos se estremecieron, mirándose conmovidos y con la turbación de su ánimo reflejada en el semblante. Dale un beso, Amaury dijo el doctor, acercando a los labios del joven la frente de Antoñita. ¡Adiós, Antoñita! ¡Adiós, Amaury! ¡Hasta la vista! Despidiéronse con temblorosa voz, ahogada por la emoción.

Se arrepintió de su falta de fe en los primeros momentos, al recibir la noticia de la herida. Casi había creído que su hijo podía morir. ¡Un absurdo!... A Julio no había quien lo matase: se lo afirmaba el corazón. Le vió entrar un día en su casa, entre gritos y espasmos de las mujeres. La pobre doña Luisa lloraba abrazada á él, colgándose de su cuello con estertores de emoción.

El oficinista, conmovido por tales palabras, empezó á balbucear: Cuente siempre con mi admiración, señora marquesa... Yo me voy, y en realidad no me voy... Me tendrá usted en Buenos Aires... Evitó seguir hablando, por miedo á las incoherencias en que le hacía incurrir su emoción. Elena había secado sus lágrimas y le miraba ahora con interés.

Pero al fijar su mirada en la de Febrer y encontrarse con su rostro pálido, crispado por la emoción, ella palideció también. Era otro hombre: veía un don Jaime que nunca había conocido. Instintivamente, a impulsos del miedo, dio un paso atrás. Quedó como a la defensiva, apoyada en el delgado tronco de un arbolillo que se elevaba junto a la senda, con sus menudas hojas casi sueltas por el otoño.