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La lengua española estaba entonces tan extendida en París como la nuestra: era el idioma favorito de todas las personas ilustradas, y su influjo dió á la francesa una dulzura y una majestad, hasta entonces desconocida.

Dulzura, suavidad, amigas mías. Los hombres rompen los eslabones de una cadena de hierro; en cambio hallan agradable la atadura si ella está formada por tenues hilos de seda. Sean nuestras palabras como nuestros brazos en las horas de deliquio: suaves, blandas, dóciles. Yo, como mujer, gusto mucho de oir hablar a los maridos de sus respectivas esposas.

»Cuando acabó de pronunciar estas palabras, ocultó el rostro entre sus manos para ocultar su llanto. Pero comprendí su acción. »Carlos le dijo con dulzura: hay un secreto que pesa sobre la vida de usted. », un secreto que me matará. »¿Ese secreto proseguí, que ha revelado usted a Teobaldo, no puedo conocerlo? »Se estremeció y me miró como espantado.

El pobre niño tuvo que experimentar no sólo un trabajo excesivo, superior a su edad, sino una serie de castigos crueles, malévolos, refinados. Y D.ª Filomena, que era la dulzura personificada, que jamás había levantado la mano sobre su hijo, consentía impasible que aquel hombre lo azotase despiadadamente. Acallaba su conciencia diciéndose que era para su bien.

Y rompió a sollozar perdidamente murmurando frases ininteligibles. El prelado se inclinó hacia ella y le habló con dulzura. Sosiéguese usted, hija mía. Sosiéguese usted y aprenda que un sucesor de los Apóstoles no puede sentir prevención ni odio. Si usted ha pecado, pida la absolución a su confesor.

Quiero decir con esto que Rosita amaba a muchos de sus tertulianos con una amistad parecida a la que un hombre puede sentir por otro hombre, con más cierta dulzura inefable que ella, por ser mujer, y mujer bonita aún, atinaba a poner en esta amistad, completamente ajena a todo sentir amoroso. El primero de estos amigos de Rosita era el Conde de Alhedín. Entre Rosita y el Conde no había secretos.

Concluido el sermón, oyose un cántico suave que le hizo estremecerse de gozo: era la preciosa voz de María que entonaba con más dulzura que nunca el aria de Traviata: «Gran Dio, morir si giovine...» Cuando terminó, sonaron prolongados aplausos en la iglesia. Después, toda la gente se apretó contra el altar mayor dejando libres las cercanías del enrejado.

¿Tampoco, eh?... ¡Pues, entonces estará enfermo!... Y luego de quedarse un rato pensativo, me dijo con una dulzura infinita: ¡Es lástima!... Mañana tengo que ir a la Con valecencia... ¿sabe?... porque me va a dar el ata que, y... ¡Caramba!... el mayordomo me dijo que me pagaría el tramway porque está lejos y no puedo caminar. Si quiere... ¡tome!

No es, pues, extraño que Vevey sea en Europa una de las residencias predilectas de los extranjeros que viajan en solicitud no de los placeres del juego, las vanidades del lujo y las emociones violentas, sino de la calma de la naturaleza, la dulzura del clima y los goces moderados y delicados.

Romana Mirmault. El Anfisbena. El pasado viviente. La indomada. Marta Baraquin. La imperiosa bondad. Vamireb. La muerte de la tierra. La fuerza misteriosa. La casa del pecado. La dulzura de vivir. La sombra del amor. Antes del amor. La vida amorosa de Francisco Barbazanges. La parodia del amor.