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Nunca lo estuve, Ricardo. ¿Y aquel lloriqueo?... No yo misma lo que ha sido... Hace algunos días que no me encuentro bien... y sin saber por qué se me sueltan las lágrimas... Pues lo celebro en el alma, preciosa. No puedes figurarte lo que sentía haberte disgustado. ¡Bah!... ¡Y con qué sentimiento llorabas!... Creí que te pasaba algo grave de veras... ¿Has tenido algún disgusto hoy?

Luciana mía exclamé, si la he disgustado a usted, le pido perdón... Y, sobre todo, no llore, pues no podría resistir sus lágrimas, y no qué me impediría colgarme de la rama más alta de ese roble. Excelente medio de arreglar de una vez nuestras querellas dijo Luciana riendo.

Diana Grey, así que se hubo ido, encendió un cigarrillo, y tendiéndose en un diván a la americana bebió su Oporto. Apercibiose entonces de que Maurescamp estaba disgustado, y para componer las cosas, le dijo, con ligero acento: Mi gordo «boy», es muy interesante el amante de vuestra mujer... tengo un capricho por él, ¿sabéis?

El ministro se había negado a rebajar la cuota del Ayuntamiento, lo cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había de decir a mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las Infantas.

Será cosa nueva también, como el disgusto. No por cierto. Y ¿cómo no te ha disgustado antes de ahora? Porque la veía más de lejos, y no me apuraba. Pues no te entiendo, hija mía.

Salgo a la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en el mismo caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabeza hacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la niña asomada, y me paro y la envío una sonrisa y un saludo ceremonioso. Esta vez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a retirarse. ¡Cuidado que era linda aquella niña!

Ya ha visto usted con qué salero bracea. ¿Y tirar de un carro?... Ni un elefante tiene su empuje. Ahí en el cuello verá usted las señales. Batiste no parecía descontento del examen, pero hizo esfuerzos por mostrarse disgustado, valiéndose de mohines y toses.

Lucrecia, según sus cartas a Alejandro, no estaba resentida con él por las disposiciones testamentarias de sus hermanos mayores. Lo conceptuaba natural: los había disgustado a todos por una calaverada que por casualidad le había salido bien. Lo conocía al fin, y se complacía en confesarlo.

Jacobo pareció tranquilizarse por completo al oír los horrrorrrres que el tío Frasquito le relataba, y cortóle el hilo del discurso, diciendo: ¡Bah!... Si no es más que eso, de mi cuenta corre desfanatizarla. El tío Frasquito iba a replicar muy disgustado, pero Jacobo le atajó la palabra, preguntándole: ¿Y cómo vive Elvira?... ¿Gasta mucho?...

Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al fin volvió otra vez a sus ojos de fiebre. De veras, de veras me juras que te parece linda? ¡Pero claro, idiota! Me parece lindísima; ¿quieres más? Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al recuerdo de su novia. Fuí varias veces más con Vezzera.