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¿Los Ejercicios? preguntó ella muy sorprendida. , los Ejercicios de san Ignacio digo... Ayer los han empezado en el Sagrado Corazón, en la calle del Caballero de Gracia... Todavía tiene usted tiempo; empiece esta misma tarde. Yo..., bueno..., desde luego... dijo Currita titubeando . Pero según tengo entendido, sólo se entra allí con papeleta y yo no la tengo.

En vos confío, Fenton, dijo el barón. Si Dios nos protege hemos de vernos reunidos otra vez aquí antes de una hora. ¡Adelante! Montó el barón el blanco caballo de Don Diego de Álvarez, y salió tranquilamente de su escondite seguido de sus tres compañeros.

D. Jaime dijo D. Acisclo, presentándole a doña Luz ; y luego añadió, dirigiéndose a D. Jaime: La señorita doña Luz, hija del difunto marqués de Villafría.

Entonces la miró con fijeza; después, besándola, la empujó suavemente hacia su madre. Como si hubiese leído alguna trágica amenaza en el fondo de aquellos ojos que no cambiaron de expresión para los demás asistentes, Raquel retrocedió, ahogando un grito. ¡Qué nervios tiene esa chica! dijo alguien en voz baja.

19 Y él le dijo: Vete en paz. Y cuando se apartó de él una milla de tierra, 20 Giezi, el criado de Eliseo varón de Dios, dijo [entre ]: He aquí mi señor estorbó a este siro Naamán, no tomando de su mano las cosas que había traído. Vive el SE

No lo creo: Isabel ha sido educada en un convento y detesta la vida del claustro; hace sólo tres meses que desea tomar el velo. ¿Por qué causa? Lo ignoro. ¿Ama a usted, a pesar de todo? , me ama, así me lo ha dicho; pero no quiere ser mi esposa. ¿Y la razón? ¡Sólo Dios la sabe!... ¿Y usted, padre mío, podrá averiguarla? ¡Ah! dijo Teobaldo moviendo la cabeza; Dios no nos revela esos secretos.

Apenas saltaron á tierra los arqueros de la primera barca, mandados por el sargento Simón, se acercó á éste un obeso personaje ricamente vestido, que llevaba al cuello gruesa cadena de oro de la que pendía sobre el pecho enorme medalla del mismo metal. Sed bienvenido, alto y poderoso señor, dijo descubriendo una gran calva y saludando profundamente á Simón.

Dame el pañuelo me gritó él. Le di el pañuelo. A ver, la boina. Le di la boina, y mientrastanto me puse a sacar agua, para no pensar en la situación desesperada en que nos veíamos. Recalde cerraba el agujero por un lado, pero se le abría por otro. Sudaba sin conseguir su objeto. ¿Sabes andar? me dijo, ya comenzando a asustarse de veras. Muy poco contesté yo, con un estoicismo siniestro.

Sin querer, Bonis se dijo a mismo muy para sus adentros el sustancioso símil «un rayo que hubiera caído a mis pies, etc.», y por una asociación de ideas, añadió por cuenta propia: «¡Mal rayo me parta! ¡Maldita sea mi suerte!». Hueles a polvos de arroz repitió Emma. Tampoco ahora contestó Bonis en voz alta.

Pero cuando uno no está bien... entonces... entonces... No supo decir más. Yo apreté los puños: ¡habría sabido concluir tan bien la frase por él! sabes dijo Marta, que el enfermo es siempre el último en saber que no está bien. Yo creía que él debía saberlo mejor que nadie. ¿Y si uno juzga que no vale la pena hacerle caso?