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Celosa la priora del decoro de la comunidad, y sabiendo cuando había de atreverse el Rey a profanar la clausura por una mina abierta en una cueva de la casa de don Jerónimo, que era medianera del convento, puso a la monja en su celda tendida entre blandones, como si estuviera difunta.

Todo viandante se consideró obligado á rezar una oración por la difunta y á dejar una limosna encima de su sepulcro. Uno de los solitarios del Despoblado se instituyó á mismo administrador póstumo de la difunta, y cada seis meses ó cada año hacía el viaje hasta la tumba para incautarse de las limosnas, dedicándolas al pago de misas. Este asunto era llevado con una probidad supersticiosa.

Cuando lo vi... cuando me miró, parecióme que mi alma descorría un velo misterioso, que se entraba en ella aquella mirada, que la llenaba, que la besaba, que la acariciaba, que la encendía... sentí... un placer doloroso... debí ponerme pálida. Y seria como una difunta. Yo creo que él también vaciló. Pues ya lo creo.

Faltando, por consiguente, las pruebas reales que pudieran confirmar una de las dos suposiciones, Ferpierre esperaba encontrar alguna prueba moral en el libro de memorias secuestrado con otros papeles en el domicilio de la difunta. Y la misma noche de la autopsia lo dejó con la fiebre de la curiosidad suscitada en él por el misterio.

Y al escribirle contuvo el ímpetu de las pasiones, calló sus esperanzas, moderó su gozo, expresó únicamente su gratitud. Ella le contestó. Le hablaba de su difunta hermana. ¿Qué otros recuerdos habrían podido en ningún momento reproducir en su memoria las palabras fraternales? «Ciertamente, he conocido a su hermana y su memoria me es grata.

12 Celos aun del aire matan, fiesta que se representó á SS. MM. en el Buen Retiro, cantada. 1 El mágico prodigioso, de D. Pedro Calderón. 2 Callar hasta la ocasión, de Juan Hurtado Cisneros. 3 Auristela y Lisidante, de D. Pedro Calderón. 4 Guardar palabra á los santos, de D. Sebastián Olivares. 5 La difunta pleiteada, de D. Francisco de Rojas Zorrilla.

A la noche siguiente, una mujer le esperaba en el mismo lugar donde otras veces había salido á su encuentro la difunta Correa. Pero esta mujer no estaba envuelta en un manto negro ni la acompañaba un niño. Avanzó sola hacia él, y al estar cerca, sacó un brazo que llevaba oculto en la espalda, mostrando pendiente de la mano una luz. Rosalindo la reconoció, aunque no la había visto nunca.

El gaucho conocía su deber, y se apresuró á cumplirlo. Con el sombrero en la mano, rezó todas las oraciones que guardaba en su memoria desde la niñez. «¡Pobre difunta Correa!...» Luego buscó en su cinto, á través de diversos objetos, el pañuelo anudado en cuyo interior guardaba toda su moneda. Sacó á luz lo que poseía. Únicamente le quedaban tres pesos con algunos centavos.

¡Cállate, «cuyano» del demonio! le gritaban los compañeros de alojamiento . Ya estás hablando otra vez de la difunta y de la plata.... ¿Es que mataste alguna mujer allá en tu tierra, antes de venirte aquí? Al día siguiente, Rosalindo estaba tan preocupado que no acudió al trabajo. Algo pasa que yo no se decía . ¿Habrán matado a ño Juanito, lo mismo que mataron al otro?...

Se tendió en la cama, y el farol quedó inmóvil ante sus ojos. Más allá de su resplandor columbró en la penumbra el rostro de la «viuda», que era el mismo de la difunta, pero no inmóvil y severo, sino maligno, con una risa devoradora. Al fin, el hombre empezó á gritar, tembloroso de miedo: ¡Yo pagaré! ¡Es la falta de los otros!... Pero ¡por Dios, apague el farol; que yo no vea esa luz!