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Las flores que tenía en la cabeza se cayeron al agua, haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. La hija de la Canela sintió como si arrancaran su corazón de raíz, y cayó hacia atrás murmurando: ¡Madre de Dios!, ¡qué feísima soy! ¿Qué dices, Nela? Me parece que he oído tu voz. No decía nada, niño mío.... Estaba pensando... , pensaba que ya es hora de volver a tu casa.

Cada pillería de éstas, publicarlas en letras bien grandes y adivina quién te dió. ¡Conque, le han puesto doscientos de sueldo, y acaba de entrar! como no sale de su bolsillo, eche usted que no se derrame. ¿Y dices que se hace pagar el coche por el Ministerio, y abastecer su casa de vino y de cuanto Dios crió? Pero, ¿dónde tiene la vergüenza ese señor ministro?

Mira, Fernandito, vida mía; te he dicho que no hables en ninguna parte... Eso no es cuestión de clima. ¿Te enteras?... De modo que mañana vuelves al colegio y le dices a ese señor rector, de mi parte, que yo no permito que Paquito comulgue sin estar convenientemente preparado... ¡He dicho!

¿Eso dices? exclamó el Gobernador. , deberíamos haber pensado que la madre de tal niña tenía que ser una mujer escarlata, y un tipo digno de Babilonia. Pero á buen tiempo llega, y trataremos de este asunto inmediatamente. El Gobernador entró en la antecámara seguido de sus tres huéspedes.

-Tienes mucha razón, sobrina, en lo que dices -respondió don Quijote-, y cosas te pudiera yo decir cerca de los linajes, que te admiraran; pero, por no mezclar lo divino con lo humano, no las digo.

De que seas capaz de creer eso que dices, respondió Nieves más serena ya . ¡

En lo alto de la escalinata aparece Astolfo. ELSA. ¿Por qué me habéis hecho esperar tanto tiempo? He creído morir de angustia y desesperación. Enseñadme la faz... Si sois vos... eres ... ¿Por qué no dices nada, Enrique? ¿Acaso has muerto y no eres más que tu espectro? ENRIQUE. , soy mi espectro. ELSA. ¿Pero cómo queman tus labios de tal modo? Los labios de un espectro están fríos y mudos.

¡Ah!, no repuso ella con cierta coquetería . ¿Lo dices porque me he civilizado algo? ¡Quia!, no lo creas: yo no me civilizo, ni quiero; soy siempre pueblo; quiero ser como antes, como cuando me echaste el lazo y me cogiste.

D. Gabriel añadió alzando la voz qué hendidura tan grande es esa que hay en el techo? Inés, si es verdad lo que me dices, dímelo otra vez, y alza la voz. Quiero que lo oigan doña María, D. Diego y los murciélagos. Calla; por haber estado tanto tiempo sin verme, merecerías... a ver, ¿que merecerías?

Allí estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante un vaso vacío, cuyo fondo contemplaba tristemente. También te convido á ti dijo la vieja . Hoy es un gran día. ¡La paz! ¿Qué dices de la paz? Crainqueville levantó los hombros. Luego, animado por la vista del nuevo vaso que le ofrecía su amiga, se dignó hablar.