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Mi linda Rosa nos dejó, muy enojada; y mi hermano, encendiendo un cigarrillo, volvió a mirarme con la mayor curiosidad y fijeza. La persona representada en ese grabado... comenzó a decir. ¿Y qué? le interrumpí. Lo que prueba es que el rey de Ruritania y tu modesto hermano se parecen como dos gotas de agua. Roberto movió la cabeza negativamente. ; lo supongo dijo.

Tranquilízate; aún la tendremos veinticuatro horas en nuestra compañía y yo te prometo que estarás presente cuando muera. Amaury dejó caer la cabeza sobre el reclinatorio, prorrumpiendo en sollozos. Haría un cuarto de hora que allí estaban de ese modo cuando se abrió la puerta del oratorio y entró el sacerdote. Al ruido de sus pasos volvió Amaury la cabeza y le preguntó: ¿Qué hay?

Quedóse parado delante de la palangana, en mangas de camisa y sin saber qué hacer, hasta que, convencido de la imposibilidad de refrescarse con agua, quiso al menos tomar un baño de aire, y abrió la vidriera. Lo que abarcaba la vista le dejó encantado. El valle ascendía en suave pendiente, extendiendo ante los Pazos toda la lozanía de su ladera más feraz.

A no me salen más que emplastos, que lo mismo pueden ser peñascales que arboledas o que nubes de granizo... Suba usted esta tarde, si no tiene mucho que hacer... Y subió Leto por la tarde. Otro día le dijo en la botica: He echado a perder aquello que dejó usted empezado para que yo lo continuara. Suba usted esta tarde para enmendarlo, si es que tiene enmienda. Y subió Leto también.

Hasta hoy no se ha pensado en esta reforma del Derecho internacional, que ligeramente dejo indicada. No clamo, pues, contra la costumbre protectora. No protesto del uso, sino del abuso.

El joven, que era un valiente tirador y que quería demostrar a su tío que no tenía miedo de los salvajes, no se dejó repetir la orden. Apuntó rápidamente e hizo fuego. El montón de hierba más cercano cayó en tierra, pues el proyectil había hecho blanco. Al mismo tiempo cayeron los otros matojos; pero quedaron en pie los quince indígenas que los sostenían.

Al oír la campana, monsieur Jaccotot pareció sacudirse y despertar de un sueño... Dejó sobre la mesa el cuaderno... Sacó el pañuelo del bolsillo faldero del jaquet, pasóselo por la cara, guardolo de nuevo, y salió sin decir palabra... Era la primera vez, en sus doce años de enseñanza en el colegio, que se olvidaba de marcar la lección para la clase siguiente, antes de irse...

Le sabían a gloria a la del Banco. Pero después le quedaba un dejo amargo.... «Todo aquello ya como si no: el marido, los hijos, la plaza, los criados, el casero... ¡diablos coronados!».

Dejó la visita a Pilar más impaciente, más calenturienta, más excitada que nunca. Pilar se consumía; a toda costa quería salir de Vichy, volar, romper el opaco capullo de la enfermedad y presentarse de nuevo, brillante mariposa, en los círculos mundanos. Creía de buena fe poder hacerlo y contaba con sus fuerzas. No menos que ella se impacientaban otras dos personas: Miranda y Perico.

El siglo XVIII dejó en herencia al siguiente este repertorio multicoloro.