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Viendo los enemigos que tan á su salud los dejaban cavar en el caballero, sin salir á estorbárselo, se llegaron aquella noche á los demás, y hicieron lo mismo, y en tres días los pusieron de manera que se podía subir á caballo por ellos.

Don Álvaro en el seno de la confianza hablaba con desprecio de Visitación y hacía gestos mal disimulados de asco. Aseguraba que tenía un pie bonito y una pantorrilla mucho mejor de lo que podría esperarse; pero calzaba mal... y enaguas y medias dejaban mucho que desear... ya se le entendía. Y solía limpiar los labios con el pañuelo después de decir esto.

No dejaban de notar esto las muchachas que le lanzaban al pasar miradas ardientes; y más de un confuso rubor, más de un apretón de manos expresivo, le decían: «Yo te amaría fácilmente». Juan no se cuidaba de esas cosas.

Otras estaban quemadas por el sol, como insectos que acabasen de rozar el fuego. Las banderas dejaban entrever con las palpitaciones de su temblor leños negros que eran cruces. Sobre estos maderos aparecían kepis obscuros, gorros rojos, cascos rematados por cabelleras de crines que se pudrían lentamente, llorando lágrimas atmosféricas por todas sus puntas.

Sin embargo de ello, se dejaban sentir unos lamentos tan tristes, que todo el mundo creyó haber acontecido mayor desgracia; pero tales duelos y lastimerías no eran más que los sollozos de la Bermúdez y los gritos del usurero: de aquélla, por otras tocas que acababa de perder, y de éste, por mirarse roto y manchado en todas las galas.

Dejó caer de nuevo el odre, y con la cara entre las manos estuvo llorando largo rato. Al cabo prosiguió su tarea; pero las lágrimas no dejaban de resbalar por sus mejillas escaldándolas. El aleteo y el piar de unos pajaritos la distrajeron un momento. Eran dos jilgueros que tenían allí su nido.

El caminante de la izquierda era un veterano robusto y de atezado rostro, con espada al cinto y largo arco á la espalda; el abollado capacete y los desteñidos colores del león de San Jorge que llevaba cosido en el coleto no dejaban duda sobre la procedencia del soldado, cuyo aspecto todo denotaba sus recientes campañas.

En ciertos momentos dejaban éstos sobre sus rodillas para aplaudir y gritar: «¡Bravo!»; pero volvían á recobrarlos y los desplegaban, riendo de la dueña de la casa bajo el amparo de su tela. Robledo estaba detrás de ellas, apoyado en el quicio de una puerta y medio oculto por el cortinaje.

Pero ¡oh casualidad portentosa y fijeza de los hados!, las minas en que tenía el mismo D. Juan sus miserables ahorrillos, no quebraban, dejaban un rédito sano y constante.

Esto fué una ofensa para Ulises, que le hizo expresarse con toda la agresividad que hervía en el fondo de su mal humor. ¿Y él?... ¿No la amaba y estaba dispuesto á probárselo con toda clase de sacrificios?... Los sacrificios como prueba de amor dejaban fría á esta mujer, acogiéndolos con un gesto escéptico.