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El crimen de las Aceñas les disgustó, pero no causó en ellos la profunda desazón que en el resto del vecindario. Al cabo de cinco o seis días tornaron a sus patriarcales costumbres. Y era tal su valor, que la mayor parte de las noches dejaban olvidadas las armas en la tienda.

El tiempo que estas visitas le dejaban libre aprovechábalo para hacer excursiones a San Sebastián, trabajar para el periódico o salir a la pesca con su huésped. Este D. Valentín, antiguo capitán de El Rápido, bergantín redondo que hacía la carrera de la Habana, era una persona bastante original.

De cuán flojamente se pasó con los enfermos, porque se dió mejor maña á ser albacea que á hacerles curar, que si los que morían dejaban algunos dineros á los clérigos y frailes que allí les servían, se lo tomaba.

Un día se le juntaban siete mil indios con flechas, y al otro día lo dejaban solo. La mala gente quería ir con él para robar en los pueblos y para vengarse de los españoles. El les avisaba a los jefes españoles que si los vencía en la batalla que iba a darles los recibiría en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande!

Los hijos podían ir por la vega sin ser hostilizados, y hasta Pimentó, cuando encontraba á Batiste, movía la cabeza amistosamente, rumiando algo que era como contestación á su saludo.... En fin, que si no los querían les dejaban tranquilos, que era todo lo que podían desear. En el interior de la barraca, ¡qué abundancia! ¡qué paz!... Batiste se mostraba admirado de su cosecha.

En su infidelidad dejaban ese día un asiento desocupado en la mesa, y creían que lo ocupaba el difunto; y para persuadirse de ello, esparcían ceniza por la casa, en la que, al día siguiente hallaban impresas sus pisadas.

Otras veces reñía con ella por cualquier bagatela y pasaba ocho días sin verla, al cabo de los cuales, aprovechando un momento en que los dejaban solos, se arrojaba á sus pies pidiéndole perdón y haciendo mil extremos de arrepentimiento.

Y estos velos de polvo, de rayos, de destellos y de colores extendiéndose unos detrás de otros, a pesar de su transparencia apenas dejaban ver con vaga indecisión, como al través de una bruma, los cristales y arabescos de las paredes.

Había hombre que pasaba una hora repitiendo sin cesar: «¡No hay derecho a meterse en la vida privada de nadie!» o bien: «Eso sucederá en Alemania, ¡pero como estamos en España!»... Alguno era, todavía más breve, y gritaba siempre que le dejaban un hueco: «¡Chiflos de gaita! ¿sabéis? ¡chiflos de gaitahasta que caía exánime en el diván.

Ahora todos permanecían silenciosos, con gesto de enfurruñamiento, pensando en la propia suerte, sin preocuparse de lo que dejaban á su espalda. Fuera del parque zumbó un ruido de muchedumbre. Negrearon los caminos. Empezaba otra vez la invasión, pero con movimiento de reflujo. Pasaron durante horas enteras rosarios de camiones grises entre los bufidos de sus motores fatigados.