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Ana veía en los pormenores de la vida de beata mil motivos de repugnancia; pero prefería apartar de ellos la atención: no dejaba que el espíritu de contradicción buscase las debilidades, las groserías, las miserias de aquella devoción exterior y bullanguera. No quería censurar, no quería ver. Pero a misma se comparaba al cadáver del Cid venciendo moros.

750 Después de las trasnochadas allí venía a descansar; yo desiaba aviriguar lo que tuviera escondido, pero nunca había podido, pues no me dejaba entrar. 751 Yo tenía unas jergas viejas, que habian sido mas peludas; y con mis carnes desnudas, el viejo, que era una fiera, me hechaba a dormir ajuera con unas heladas crudas.

No qué se fue, que, en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras muchas que me pareció que procuraba decirme.

¡Ah, el populacho! ¡Con qué asco hablaba Urquiola de la masa sin voluntad que se dejaba arrastrar por falsos sabios, de pretendida ciencia! Se indignaba pensando en la ceguera de aquel rebaño, que en los conflictos de la miseria se revolvía contra los sacerdotes y especialmente contra los jesuítas.

Sus ojos cerrados veían las negras pupilas de la regia señora, maternales y amorosas. Todas las mujeres, al aproximarse á él, tomaban algo de aquella otra que dormía seis siglos en lo alto de un muro. Cuando su madre, la dulce y pálida doña Cristina, dejaba por un instante sus labores y le daba un beso, veía en su sonrisa algo de la emperatriz.

Un día, hallándose en el jardín de su casa recortando los setos de boj y membrillo, para lo cual, y con objeto de no lastimarse las manos, solía ponerse guantes, vió en el balcón cercano unas cabecitas rubias que le sonreían. Eran los hijos de D. Marcelino, á quienes Octavio, como vecino, no dejaba de conocer muchísimo. Allí no estaban más que los pequeños.

Para Amaury y Magdalena, a quienes la fuerza de la costumbre no les dejaba ver la verdadera causa de las rarezas del doctor, no obedecían éstas a otra causa, que a pasajeras contrariedades, y estaban muy lejos de advertir la pesadumbre real que motivaba aquella metamorfosis.

Mariano era rebelde por naturaleza; no se dejaba querer, ni sabía apreciar el dulce calor de la casa de familia. No quería vivir con su tía Encarnación porque le trataba con aspereza, ni con su hermana porque le sermoneaba, ni con Juan Bou porque vigilaba todas sus acciones.

No podíamos navegar; las olas enormes nos inundaban la ballenera; teníamos que sacar el agua con las gorras; la espuma nos azotaba la cara y el viento nos apagaba el farol cuando queríamos ver la brújula, y nos dejaba sordos. Luchamos durante dos días con la lluvia, y a la mañana del tercero vimos la isla de Lanzarote como una nube.

Las cuadrillas se bailaban, con una seriedad rígida, casi británica; el vals no dejaba nada que desear por su corrección: la mazurka era de un remeneo de ancas de dudosa moderación, y por último la habanera algo alarmante como chacota de articulaciones.