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Cerca de este grupo majestuoso, y buscando su contacto, estaban otras damas, a las que llamaba Maltrana «aspirantes a pingüinos». Eran la esposa y las niñas de Goycochea el español, la señora del millonario italiano, cuyo collar de perlas rivalizaba en valor y continuas exhibiciones con el de la mujer del banquero, sus hijas, la institutriz inglesa y toda la familia de la Boca que traía a su costa a Monseñor.

¡Oh! ¡oh! ¡oh! exclamó el duque soltando una sonora y bárbara carcajada como las de los héroes de la Iliada . ¿Y por qué no les hemos de traer a Gayarre y a la Tosti para recrearles por las noches? Deben ser muy aburridas aquí las noches. Las damas sonrieron avergonzadas. Vamos, duque, no bromee usted, que la cosa es seria dijo la condesa de la Cebal.

Por lo general, y así sucedía en Villalegre, la Casilla estaba en sala relativamente cómoda y espaciosa, detrás de la botica. Allí se leían los periódicos, se fumaba, se charlaba y se jugaba malilla, al tresillo, al truquiflor y al tute, y tal vez al ajedrez, al una a la dominó y a las damas.

Pero, amigo, era su obligación: era pariente, era de los íntimos de la casa, de los que se quedaban a comer, y necesitaba hacer lo que los demás, correr, alborotar, y hasta dar pellizcos a las señoras, si a mano venía. Siempre se quedaba solo; si quería decir algo a la Regenta, a Visitación o a Edelmira, le dejaban las damas con la palabra en la boca, sin poder remediarlo, distraídas.

En la mesa de petitorio, colocada frente al altar mayor a espaldas del cancel de la puerta principal, pedían limosna y vendían libros devotos, medallas y escapularios las damas de más alta alcurnia, las más guapas y las más entrometidas. La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron su contingente respectivo al templo que estaba todas las tardes de bote en bote.

Ante los grupos de nobles matronas, su cortesía pudo más que el miedo. «Buenos días...» Pero las damas contestaron su saludo a flor de labios, siguiéndole con ojos severos y mirándose después entre ellas... «También éste era de los culpables.» Y todo el peso de su indignación se descargó mudamente sobre Maltrana, el primero que osaba presentarse ante ellas.

Le advierto que estos resucitados son luego muy embarazosos... ¡No importa...! Volvieron a ser hombres, y, por consiguiente, hay ya medios para hacerles entrar en razón. Hija mía: yo soy en esta Casa la última entre las últimas; pero tengo lo que falta a todas estas damas: sentido común... ¡Le enseñarán el espica del brazo y el galeno de la cabeza...! SITA. ¡Los conozco...! Son vendajes.

Ante las iglesias, cuyas campanas tañían sin poder sofocar los ruidos de las calles, esperaban el fin de la novena las berlinas de las grandes damas con los caballos engallados y los cocheros cubiertos de largos impermeables.

Las damas rodeáronla inmediatamente. Fue un diluvio de besos y abrazos acompañados de vivas exclamaciones de gozo. Los hombres, que formaban círculo detrás, avanzaron también sus manos y estrecharon con efusión la de la hermosa viajera.

Como quiera que ello sea, yo no acierto, ni creo que nadie acierte a explicar que haya muy provechosos avisos para los mancebos y triaca contra la ponzoña de la sensualidad en los muy desvergonzados lances que el Coloquio de las damas refiere. ¿Hablaría de chanza o hablaría de veras el beneficiado al sostener que su libro morigeraría mejor a los jóvenes regocijados que la Vía de espíritu o la Subida del Monte Sión, libros que ellos desecharían sin leer en cuanto del título se enterasen?