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En el hombro izquierdo, sujetas con un lazo encarnado, llevaba las dos cruces de dama de honor: cruz de esmalte rojo, la antigua de la reina Isabel, y una M de brillantes y rubíes, la de la nueva reina Mercedes.

Señora, yo las veo; pero.... Pues á me parece que las oigo. En esto se cayó al suelo, desprendido de las manos de la dama, el manuscrito de Silvestre Entrambasaguas. Señora dijo el joven, inclinándose para recogerlo, observe usted que se ha caído este sermón. Déjelo usted exclamó ella con mucha viveza; y tirándole del brazo para impedirle que recogiera el manuscrito, avivó después el paso.

Y como no le hacían caso, y se reían de ella y hasta la dejaban sola, para correr por la casa y refrescar y tocar el piano y cantar, toda vez que ella misma confesaba que no le dolía nada, se tiraba la dama encinta de los pelos, insultaba medio en broma, medio en veras, a sus amigas y amigos llamándolos verdugos, y proponiéndoles que pariesen por ella y que verían.

Sabía quién era doña Sol, y por un exceso de respeto hacía extensivos a ella los títulos de la familia. La dama, repuesta de su sorpresa, le hizo seña para que se sentase y cubriese; pero él, aunque la obedeció en lo primero, dejó el fieltro en una silla inmediata.

Fué tal el acento de la dama al despedirle, que el joven no se atrevió á contestar: salió, sintió que cerraban la puerta, y se encontró en un ámbito tenebroso, del cual no podía apreciar otra cosa sino que estaba embaldosado de mármol, por el ruido que producían sobre el pavimento sus pisadas.

La sangre entera de Jacobo refluyó en su rostro, y por uno de esos brutales impulsos con que, en el hombre de la naturaleza y no de la civilización se manifiesta el instinto, hizo ademán de arrancárselas a la dama.

Por supuesto, después de cada discurso se inclinaba reverentemente y besaba la mano de la soberana, volviendo a ponerse el tricornio de papel que se había hecho para el caso. Estas niñerías alegraban a la dama, dilataban su corazón, casi siempre encogido por la soberbia o el hastío.

Sólo á algunas, como El desconfiado y La dama melindrosa, puede dárseles el último nombre, á causa de la prolijidad con que se describen sus caracteres y de la importancia que en ellas tienen.

Has tenido la desgracia de perder a tu madre cuando naciste, de no haberla conocido; era una verdadera dama, noble, distinguida, de modales muy finos, y que se hacía respetar de todos.

Quizás haya ido a visitar a alguna amiga: Aurora, por ejemplo... Ballester y la santa volvieron a mirarse con inquietud. «Lo que este chico dice indicó el farmacéutico, comunicando a la dama sus temores , me parece tan lógico, que casi casi me inclino a tenerlo por cierto».