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Sin embargo, supiste arreglar a la hija del Rato... Adiós, adiós... ¿Qué tal, Sinforoso? ¿Cuándo te dan la mano de Cipriana?... Bien te hacen penar, hombre. ¿Por qué no los amenazas con pasarte otra vez al Saloncillo? Había muchas señoras con dominó negro, que eran las que daban estas bromas, demasiado vivas a veces. La mayor parte de ellas eran viejas.

Bonis sintió que el rostro de los más indiferentes, hasta el de los pilluelos que esperaban la calderilla, tomaba expresión de interés, de cierto enternecimiento. Las luces parecían cantar también al oscilar con ritmo; brillaban más rojas; los dorados del cura y del baptisterio se hicieron más intensos, más señoriles; los monaguillos, tiesos, solemnes, daban indudable respetabilidad al acto.

Su hermana era una dueña quintañona, gruesa y muy pequeña, con la nariz del tamaño de una almendra y del color de un tomate, abultadísimo el pecho, y el talle y las caderas tan voluminosas que le daban el aspecto de un barril. Se habían conocido en el locutorio de las Góngoras, en cuyo convento existía una monja perteneciente al linaje de los Entrambasaguas.

Los contrastes fuertes y picantes de sus ensueños de gloria y de su vida de bastidores con la mezquina prosa de una existencia difícil, llena de los roces ásperos con la necesidad y la miseria, le parecían a Reyes motivos de poética piedad y daban una aureola de martirio a sus ídolos.

Los que trataron a Segunda en su edad de oro, apenas la conocían ya, porque su cara estaba toda llena de costurones, y en el cuello y quijada inferior llevaba unas rúbricas que daban fe de otros tantos abcesos tratados quirúrgicamente.

Veía a las jóvenes, con trajes claros, columpiándose en las mecedoras, los negros cabellos en trenza, adornados con alguna flor de vivos colores, mientras sus galanes, montados sin etiqueta en las sillas, departían con ellas en voz baja o les daban aire con el abanico.

El pequeño islote poco á poco fué ocultándose en los espacios, siendo sus difusos contornos el adiós que nos daban las playas filipinas. La María Rosario navegaba en ancha mar. Las revueltas ondas del Gran Pacífico nos mostraban por doquier los inmensos dominios donde viven, sin percibir por ninguno de los horizontes, la arena donde mueren.

Los alaridos que la madre y el hijo daban, cada uno en su registro, no despertaron a José Izquierdo, pues este era hombre que en cogiendo la mona, no le enderezaba un cañón; pero sacaron de su letargo a Segunda, que fue a ver lo que ocurría, y hallando a su sobrina medio vestida, se puso hecha una furia y por poco le pega. «Mira que te estrello, si das en hacer funciones de comedia le dijo con aquellas formas exquisitas que usaba . ¿Pero no ves, burra, no ves que se te ha retirado la leche, y el pobrecito no tiene qué mamar?».

Milagrosamente se habían librado de morir aplastados al incrustarse entre la arena y el arco del zapato. Daban gemidos como si hubiesen sufrido graves lesiones interiores, pero el susto era en ellos tal vez más grande que las heridas. Gillespie, que había tomado estos dos animalejos entre sus dedos, los subió á su rostro, colocándoselos entre ambos ojos.

Caminó la vuelta de Andrinopoli; dicha por otro nombre Orestiade, Ciudad principal de Thracia, y Corte de muchos Emperadores y Reyes, y que entónces lo era de Miguel, Zurita quiera que Andrinopoli y Orestiade sean lugares diversos, porque no llegó á su noticia que esta Ciudad tenia entrambos nombres, Nicephoro la llamó Orestiade con el nombre mas antiguo, y Montaner Andrinopoli, que fué el mas moderno; y el que entónces le daban los Griegos, y el que hoy conserva con poca diferencia.