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Y el señor Fermín, para demostrar el cuidado incesante que durante el año exigía aquel suelo, que era como de oro, agachábase para coger un puñado de caliza y mostraba la finura de sus pequeños terrones blancos y desmenuzados, sin que se dejase apuntar en ellos el germen de una planta parásita.

El dolor la hacía rugir, había que darla frecuentes inyecciones, y los dos acudían solícitos a su cuidado. Varias veces se tropezaron sus manos al incorporar a Enriqueta, y no los separó una repulsión instintiva; antes bien, se ayudaban con efusión fraternal.

A los pocos días de hablar con la criada de doña Carmen se acentuó el retroceso en el padecimiento de Clotilde, a quien velaban alternativamente una noche su marido con la doncella, y otra Julia con doña Carmen, la cual solía echarse en un sofá mientras Julia pasaba el rato leyendo y pronta al cuidado de la enferma.

La luz también estaba proscripta del cuarto del enfermo, que era cuidado, en la oscuridad de los postigos cerrados y de las cortinas corridas, al trémulo resplandor de una lámpara. En estas condiciones la permanencia a su lado durante días enteros, constituía una verdadera fatiga, pues el señor Aubry, como nunca había estado enfermo, demostraba muy poca paciencia.

A pesar de esta sombra, los ojos de los viajeros, conocedores del terreno, distinguieron en la misma falda de la negra cortina la aguja de la torre de la catedral. Los presos y sus custodios llegaron al llano y atravesaron el valle de un cabo a otro, empleando en ello mucho tiempo, a causa principalmente del cuidado que exigían los heridos.

Esto de la humildad era cosa que no cesaban de cantarle al oído en la villa. Cuantos le tropezaban en la calle y se dignaban ponerle paternalmente la mano sobre la cabeza, le decían: ¡Cuidado con ser humilde! obediente y sumiso con las señoras que te han recogido por caridad, ¿entiendes?... por caridad.

Hubo un rato de pánico en la casa; mas no fue de larga duración, porque los Bringas, saliendo al pasillo, vieron que por allí discurrían algunos vecinos de la ciudad, tan sosegados como si nada pasara. «¿Pero qué hay?». Nada: unos cuantos chiquillos que están alborotando en el portal; pero no hay cuidado. Del Ayuntamiento han mandado una guardia.

Delante de la puerta, Teresa volvió a hacerme jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día siguiente a las dos en punto de la tarde, me presentaría debajo de sus balcones. Cuidado que no faltes. No faltaré, preciosa. ¿A las dos en punto? A las dos en punto. Llama ahora con un golpe a la puerta. Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los pasos del portero.

Duraron muy pocos instantes estas vacilaciones mías; y cerrando los ojos de la inteligencia a todo razonamiento de sentido común, es decir, bajándome al nivel de aquellos dos bárbaros, avancé resuelto por la cornisa y llegué a la boca de la cueva, dentro de la cual latían desesperadamente los dos perros, y me hallé a Chisco y a su camarada disponiendo el plan de ataque. La cueva, como ya sabía yo por referencias de los dos mozos que la conocían muy bien, tenía dos senos: el primero, a la entrada, era espacioso y no muy alto de bóveda, con el suelo bastante más bajo que el umbral de la puerta, muy escabroso y en declive muy pronunciado hacia el muro del fondo, en el cual se veía la boca del otro seno o gabinete de aquel salón de recibir. Olía allí a sótano y a musgo y a perrera... y a hombres escabechados. No tenía ya duda para Chisco que era «la señora», es decir, la osa, lo que rezongaba en el fondo del antro invisible, respondiendo al latir desesperado de los perros; y la señora con su prole, porque sin este cuidado amoroso, ya hubiera salido al estrado para hacemos los honores de la casa. En este convencimiento, se trató en breves palabras, casi por señas, porque no había instante que perder, de si sería más conveniente soltar la perruca que el sabueso; y acordado lo primero, el bárbaro de Pito, sin oír otras razones, se fue hasta la boca del antro en el cual metió la cabeza al mismo tiempo que a la perruca.

La explicación más sencilla es la que nos muestra á los dioses ó á los genios arrojando las montañas desde las alturas celestiales y dejándolas caer al azar; ó bien levantarlas y modelarlas con cuidado como columnas destinadas á sostener la bóveda del cielo. Así fueron construidos el Líbano y el Hermón; así se arraigó en los límites del mundo el monte Atlas, de hombros robustos.