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En las calles en cuesta que descendían a la Carrera de San Jerónimo, unos terrenos sin edificar dejaban abierto un ancho espacio de cielo entre las casas. Los ojos de los dos se fijaron al mismo tiempo en una estrella que resaltaba sobre las otras con brillo extraordinario.

Si los supiesen, al salir del Conservatorio, la carrera del arte escénico aparecería ante ellos como una cuesta agria, inhospitalaria, casi inaccesible, que tratarían de subir muy pocos.

mismo lo has dicho muchas veces, delante de tus tías, delante de . ¿Yo, Angelina? . ¿Yo? , y... ¡cómo me has hecho llorar! ¿Yo, Angelina? Muchas veces. ¡Para qué viniste! ¡Para qué te conocí! Rodolfo: ¿porqué me amas? ¿Porqué te amo yo? ¡Qué de lágrimas me cuesta tu cariño!

Lo que le cuesta trabajo es conservar la ilusion; y mas de una vez habrá menester distraerse de la realidad, y suplir algunos defectos del cuadro ó instrumento para sentir placer con la presencia del espectáculo.

Por ese doble juego de gobiernos simultáneos, mancomunados y superpuestos sobre el pueblo, el temporal para las necesidades de este mundo, el espiritual para las necesidades del otro, nuestros antepasados treparon la cuesta de la vida con dos enormes pulpos sobre las espaldas, que les impedían desarrollarse y crecer, arrebatándoles todavía la mayor parte del mezquino fruto de sus amenguadas energías, en compensación del trabajo que se tomaban para coartarles el pensamiento que es una forma del movimiento, como la electricidad, el magnetismo o la luz, matarles el espíritu de iniciativa y tutearlos después que les habían tullido la capacidad de obrar y de conducirse solos.

Refrenaba todas sus tentaciones, comenzando por la de morir, y con el furor de un iconoclasta, destruía dentro de todas las imágenes de las cosas y de los seres. Años hacía que vivía así, cuando ella se le apareció. Y allí la volvía a ver, en el carruaje que subía lentamente la cuesta, acompañada de otra dama: sus miradas se cruzaron rápidamente.

El diálogo recayó luego sobre el viaje y sus molestias; después hablaron de lo caro que cuesta todo en Madrid; de la agitación de la vida cortesana; de lo mucho que hay que andar para ir a cualquier parte, y de otras cosas, que asemejaron la conversación a la que pudieran haber sostenido con un amigo forastero. ¿Y qué iglesias hay por aquí cerca? preguntó Tirso.

PANTOJA. De la muñeca graciosa, de la niña voluble, podrá salir un ángel más fácilmente que saldría de la mujer. CUESTA. No le entiendo a usted, amigo Pantoja. PANTOJA. Me entiendo yo... Mire, mire como juegan. CUESTA.

Se hacía tarde; debían llegar antes de anochecer á un determinado acantonamiento. Iban cuesta abajo, al abrigo de una arista de la montaña, viendo pasar muy altos los proyectiles enemigos. En una hondonada encontraron varios grupos de cañones de 75. Estaban esparcidos en la arboleda, disimulados por montones de ramaje, como perros agazapados que ladraban asomando sus hocicos grises.

Ya... como que no soy hierba... ¡Qué mal genio tienes y que reguapa eres! Es que no quiero músicas y no se meta usted conmigo, que yo voy por mi camino y la calle es del rey. No seas tonta y baja la voz. ¿Qué trabajo te cuesta contestarme a cuatro preguntas? No te arrepentirás; mira que soy muy agradecido.