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Bettina se inclinó a un lado y miró con curiosidad las grandes botas de Juan, cubiertas de polvo. Pero, señor, ¿usáis espuelas? , señorita. ¿Estáis en la caballería? Estoy en la artillería, señorita, y la artillería es la caballería. ¿Y vuestro regimiento está de guarnición?... Muy cerca de aquí. ¿Entonces saldréis a caballo con nosotras? Convenido. ¿Veamos ahora en qué estaba?

Ojeda lo reconoció, recordando la fotografía entrevista una vez: era míster Power. Acababa de detenerse el buque, bajando su escala para recibir a los empleados del puerto encargados de revisar sus papeles. Aparecieron en las cubiertas varios marineros mulatos o blancos, pero todos por igual de obscura tez y extremadamente enjutos de carnes. Eran la escolta de los funcionarios del puerto.

Cuando Juan Claudio Hullin, en mangas de camisa, abrió al día siguiente las ventanas de su casilla vio las montañas vecinas el Jaegerthal, el Grosmann, el Donon cubiertas de nieve.

Vestido con un terno de paño inglés, regalo del señor, llevaba las solapas cubiertas de alfileres e imperdibles y clavadas en una manga varias agujas enhebradas. Sus manos secas y obscuras tenían una suavidad femenil para manejar y arreglar los objetos.

Comenzaba á despuntar la aurora, extendiendo su vaga claridad sobre las cimas escarpadas y cubiertas de manchas de nieve de la Sierra de Guadarrama, cuando me llamaron á tomar asiento en la diligencia que debia conducirme á Valladolid.

En todas direcciones veíamos riberas bajas y de tintas melancólicas, rara vez dominadas por colinas de alguna consideracion, literalmente cubiertas de viñedos, y salpicadas de una multitud de pequeñas ó regulares poblaciones.

Algunos reflejos de tenue luz entraban por dos altas y rasgadas ventanas laterales, cubiertas ambas con grandes cortinones de rojo damasco, desteñido y empolvado.

Mientras Godfrey Cass bebía a grandes sorbos el dulce brebaje del olvido en presencia de Nancy y perdía voluntariamente todo recuerdo del vínculo secreto que en otros momentos lo obsesionaba y atormentaba, llegando hasta exasperarlo en medio de los rayos sonrientes del sol, su esposa se adelantaba a pasos lentos e inciertos, a través de las callejuelas cubiertas de nieve de Raveloe, llevando una criatura en los brazos.

Los sesteantes abandonaron sus camarotes a las cuatro de la tarde y subieron a las cubiertas, parpadeando deslumhrados por el ardor del sol. La música, acompañada de gritos y gran batahola infantil, recorría el buque. Neptuno acababa de subir a bordo. Nadie había visto por dónde, pero la presencia del dios con su bizarro cortejo era indiscutible.

Sus amarillas ropas de infamia cubiertas de rojos pintarrajos absorbían la lumbre del poniente y cobraban sobre ella un esplendor bárbaro y fatídico. Hubiérase dicho la sacerdotisa de algún espantoso culto de inmolación y de éxtasis pronta a arrojar su sagrado cuerpo a las llamas.