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Al entrar percibió una temperatura tibia, el aroma de bienestar que esparce la riqueza: los pies se le hundían en mullida alfombra; por orden de Santiago dos criados le despojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieron ropa limpia y de abrigo.

Reuní en mi cuarto a Matildita, Fernanda, Eduardito y los criados, y les leí las composiciones que tenía preparadas para la noche; en realidad, para medir el tiempo empleado en la lectura. Puse el reloj abierto sobre la mesa, y leí primero una leyenda de la Edad Media, titulada La mancha roja, que resultó durar treinta y siete minutos.

Habiéndose marchado todos los criados, se quedáron en alto silencio Candido, Martin y los seis forasteros. Rompióle al fin Candido, diciendo: Cierto, señores, que es donosa la burla; ¿porqué son todos vms. reyes? Yo por mi declaro que ni el señor Martin ni yo lo somos.

Mas, cuando no le halló, y sus criados le dijeron que aquella noche había faltado de casa y había llevado consigo todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y, para acabar de concluir con todo, volviéndose a su casa, no halló en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola.

Como los ejercicios de destreza aguijonean el amor propio, el joven, aun sin otros espectadores que los criados, estuvo cerca de una hora consagrado a este deporte.

Vivía en Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa».

Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie, temiendo que, si iba a caballo, le habían de perseguir los mochachos, y así, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron a pasearse.

Un día, en su sala de ceremonias dio de manos a boca con un niño de uno de los criados, que se aventuró a llegar hasta allí, y quiso tomarle en sus brazos: pero el niño huyó ante su hosco y arrugado semblante. Por todo esto, pareciole muy pertinente reunir en su casa la buena sociedad de San Francisco, y de entre aquella exposición de doncellas elegir la compañera de su hijo.

Pero no fue así: la nueva brigadiera rechazó indignamente la fija mirada de adoración que Miguel tenía como muda caricia posada constantemente sobre ella. En vez de agradecerla y de sentirse lisonjeada, comenzó a exclamar ásperamente en presencia de los criados: «¿Por qué me mirará tanto este niñoMiguel no comprendió en un principio que su madrastra le daba calabazas.

Pidiendo informes sobre el uso de aquel aparato, averigüé que era la mesa «perezosa» a quien había aludido mi tío en el comedor. Y ¿para qué la ponen ahora? preguntéle. Para cenar los criados en cuanto nosotros nos larguemos de aquí respondióme.