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Era un ensueño querer guiar al pueblo mansamente, pasito á paso: había que correr, que saltar, derribando lo que aún quedase por delante. Había que tener en cuenta la raza, la herencia triste que pesa sobre este pueblo: su educación intolerante que databa de ayer. En unos cuantos años de vida moderna, que no era propia, sino de reflejo, no se podían extinguir varios siglos de ferocidad religiosa.

La duquesa no quería salir. Ya no experimentaba repentinos deseos de correr sin objeto por el París dormido, de hacer visitas á horas intempestivas ó deslizarse por los bosques de los alrededores en plena tormenta.

Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carne cruda, mucha carne a la inglesa... «¡Oh! le corría prisa; hubiera dado sangre de un brazo por verla correr por aquellas venas que se figuraba exhaustas. ¡La vida, la fuerza a todo trance, para aquella mujer!». Hasta habló un día don Álvaro de transfusiones. «La ciencia había adelantado mucho en esta materia».

Mientras, su querida vomitaba una sarta de injurias acompañadas de movimientos de caderas, risas sarcásticas y tal cual interjección del repertorio antiguo. Cuando llegó a poner el pie en el jardín, las mejillas de Clementina comenzaron a echar fuego. Se apoyó un instante en la columna de uno de los faroles, y en seguida se dió a correr como una loca hacia su coche.

Y así llegaron los cuatro ciegos al palacio del rajá, que era por fuera como un castillo, y por dentro como una caja de piedras preciosas, lleno todo de cojines y de colgaduras, y el techo bordado, y las paredes con florones de esmeraldas y zafiros, y las sillas de marfil, y el trono del rajá de marfil y de oro. «Venimos, señor rajá, a que nos deje ver con nuestras manos, que son los ojos de los pobres ciegos, cómo es de figura un elefante manso.» «Los ciegos son santos», dijo el rajá, «los hombres que desean saber son santos: los hombres deben aprenderlo todo por mismos, y no creer sin preguntar, ni hablar sin entender, ni pensar como esclavos lo que les mandan pensar otros: vayan los cuatro ciegos a ver con sus manos el elefante mansoEcharon a correr los cuatro, como si les hubiera vuelto de repente la vista: uno cayó de nariz sobre las gradas del trono del rajá: otro dio tan recio contra la pared que se cayó sentado, viendo si se le había ido en el coscorrón algún retazo de cabeza: los otros dos, con los brazos abiertos, se quedaron de repente abrazados.

Nos ha prometido escribir la biografía de su excelsa pariente cuando se muera, y entretanto no tiene reparo en dar cuantos datos se le pidan, ni en rectificar a ciencia cierta las versiones que el criterio vulgar ha hecho correr sobre las causas que determinaron en Guillermina, hace veinticinco años, la pasión de la beneficencia.

Yo vi el acero brillar; vi la sangre correr; después no percibí nada, no sentí nada; había perdido el conocimiento.

Con su buen instinto de hombre práctico, puso orden en aquel maremágnum: vendió fincas, canceló hipotecas, pagó a los usureros con harto pesar de éstos, que querían ver correr los intereses hasta devorar al cliente, y al fin, un día pudo decir a su hermana: Mira, chica, ya tienes libre y sano lo que te queda, pero te advierto que no eres rica.

El caballo adelantará una vara con un movimiento que apenas se le habrá hecho sensible; para recorrer la misma distancia el animal microscópico, tendrá que desplegar toda su actividad, y correr quizás un dia entero.

La Cámara de Diputados: Gambetta. El Senado: Simon y Pelletán. El 14 de Julio en París. La revista militar: M. Grévy. Las plazas y las calles por la noche. La Marsellesa. La sesión anual del Instituto. M. Renán. A mi vez, pero con toda tranquilidad, tomo el tren una linda mañana, y empezamos a correr por aquellos campos admirables.