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Al descansar unos instantes, su rostro expresaba de tal modo intenso este divino sentimiento del primer amor, que su tía Clementina, al cruzar del brazo del presidente del Congreso, no pudo menos de sonreír dirigiéndole una mirada mitad cariñosa, mitad burlona que la hizo enrojecer. Pepe Castro se esforzaba por sacarle las palabras del cuerpo.

Este dictó al siguiente otro decreto por el cual reconocia y mandaba reconocer á Bolívar como Presidente de la República, anulando al propio tiempo todas sus anteriores resoluciones, inclusa la de reunion de un Congreso.

Conquistas de Sucre. Batalla de Pichincha. Sumision de Quito. Ovaciones. Oferta hecha al Perú. Entrevista de Bolívar y San Martin. Estado del Perú. Reunion del Congreso de Colombia. Expedicion á Maracaibo. Combate naval. La fortuna se muestra propicia á la República. Capitulacion de Morales. Venezuela queda libre.

En cuanto su marido recibió el acta de su elección, se lanzó a la calle y encargó a la modista tres vestidos de lo mejor, y uno de media cola... Iría al Congreso, a las tribunas de preferencia, muy a menudo; a palacio alguna vez; daría rumbosas fiestas a los hombres de Estado; obsequiarían a su hija ministros y embajadores...; ¡quizás obtendría un título de Castilla!...

Juan Pablo sentía increíbles deleites en ir al café, hablar mal del Gobierno, anticipar nombramientos, darse una vuelta por los ministerios, acechar al protector en las esquinas de Gobernación o a la salida del Congreso, dar el salto del tigre y caerle encima cuando le veía venir. Por fin salió la credencial.

Siendo la política su caballo de batalla, después de ver en los cafés que todos los periódicos que leía decían de propios lo mismo que el del cirujano de su lugar escribía de mismo y de su partido, es decir, que eran unos santos, al paso que renegaban de todos los demás, fuese al Congreso, donde esperaba oir aquellos discursos que, impresos, le admiraban, y aquellos hombres que, pronunciándolos, le parecían semidioses ó criaturas de distinta naturaleza, forma y color que el resto de la humanidad.

Y Azorín, ya recogido, tras los cristales, oye a lo lejos la melodía lenta y triste del piano. Hace dos días ha llegado a Petrel un señor que representa a unos miles de hombres, que viven aquí, ante otros pocos hombres que se reúnen en Madrid. Estos hombres se juntan en un ameno sitio llamado Congreso. En este sitio hablan, pero de pie, inmóviles. No son peripatéticos.

Tal fué el primer caldo que tomó Peñascales al convalecer del sofocón que le tumbó en el Congreso al caer el Gobierno que le protegía. El segundo caldo fue todavía más amargo.

Quiero ir hacia el Congreso declaró ella. Ya..., ¿para ver si se arma?... No nos metamos en apreturas, hija, no sea que por artes del demonio...». Menudeaban los grupos, todos pacíficos. No eran hordas de descamisados, sino bandadas de curiosos. Se oía decir aquí y allí: «La República, la República», pero sin gritos ni amenazas. Se hablaba con frialdad de aquella cosa grande y temida.

Cuando usted habló en el Congreso sobre eso del río, envié a Alcira a comprar el periódico y lo leí no cuántas veces, creyendo ciegamente cuanto allí decían en su honor.