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¿Queréis ser franca conmigo, hija mía? No pretendo ocultaros nada, padre Aliaga. ¿Merezco yo vuestra confianza? ¡Oh, ! dijo doña Clara cambiando de tono y haciéndole sumamente dulce y afectuoso. Pues bien; no me ocultéis nada. Vos amáis á ese caballero... ¡Yo! ¡no lo quiera Dios! exclamó con un verdadero terror doña Clara. ¿No os habéis sentido interesada por él?... ... ¿No lo recordáis?

El señor Vicente la oía sonriendo, y después se fijaba en su persona. Y usted, ¿cómo está? ¿cómo marcha ese embarazo?... Desde que la veía en tal estado hablábala con mayor confianza. Desfigurada por la hinchazón, pesada y doliente, no pudiendo moverse sin suspiros de pena, ya no le infundía aquel miedo que toda hembra le hacía sentir.

Y como las mismas apariencias se presentan sea cual fuere la dirección en que se observe, se puede deducir con entera confianza que la figura de la Tierra es esférica ó casi tal. Ese aislamiento de la Tierra se muestra patente ante nuestra vista de varias maneras.

Lo primero que a la santa se le ocurrió, para empezar, fue una ampliación de lo que había dicho en la casa de Severiana. «Si quiere usted que seamos amigas y que le buenos consejos, es preciso que tenga conmigo mucha confianza y no me oculte nada, por feo y malo que sea. Hay en su vida de usted un punto muy oscuro. Usted está casada y no quiere a su marido; así me lo confesó el otro día.

No lo creo replicó sonriendo el hidalgo. Es un libro puramente expositivo, sin intención alguna polémica. En esta confianza se llevó a su casa el tomo primero y se puso con afán a leerlo. Comenzaba con una descripción elocuentísima del mundo sideral, del panorama de las grandezas celestes. El autor desenvolvía con pluma vigorosa el mecanismo inmenso de los cuerpos que giran en el espacio.

Don Fermín, mientras el otro se entregaba a los arranques mímicos de su dolor, de su vergüenza, habló largo y tendido del asunto. «, por desgracia, hacía meses ya, desde el verano, desde antes acaso, se murmuraba de la confianza y de la frecuencia con que don Álvaro entraba en el palacio de los Ozores. Esto era lo peor, después de la desgracia en misma.

Cuentan las crónicas electorales de aquel distrito que, no bien supo D. Paco la que D. Acisclo le estaba urdiendo, empezó a trabajar en contra, saliendo del letargo, o mejor diremos del tranquilo y descuidado reposo en que su confianza y seguridad hasta allí le habían tenido. Esto, naturalmente, hizo que don Acisclo tuviese que redoblar cada vez más su actividad. Así es que no paraba.

Había salvado a la madre de la desesperación y a su hijo del abandono; gracias a ella, la pobre abandonada se había extinguido suavemente, sin odio y en la paz del perdón, encomendando su alma a Dios y su hijo a Liette, y durmiéndose confiando en los dos... Su confianza no debía ser defraudada.

Hijo de irlandés, y católico, aunque nacido en un país disidente, invocó con confianza los auxilios que necesitaba.

Entretanto, ordenaba éste sus asuntos mercantiles, para dejarlos bajo la dirección y al arbitrio de un dependiente de su confianza.