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Habiéndose adelantado el clero á traer á la tierra lo sobrenatural, no temieron los legos representar, empleando las imágenes y las palabras y sin miedo á profanaciones vituperables, los augustos misterios de la fe; vasto campo se abría por este camino al arte y á la poesía española, que podía hollar confiada, al contrario de lo que sucedía en otras naciones, que sólo podían recorrerlo con timidez, no revistiendo el culto de formas extrañas tan perceptibles.

Le dijeron con toda franqueza y cordialidad: «Seréis nuestro amigo.» ¡Era lo que él deseaba! ¡Ser su amigo! Y lo sería. Durante los diez días siguientes todo conspiró para el éxito de esta empresa. Zuzie, Bettina, el abate y Juan vivieron con la misma vida, en la más estrecha y confiada intimidad.

El hermano del Rey y el que personificaba a éste en el trono, empeñados en una guerra a muerte, disputándose la persona del verdadero Rey, sin que el país se diera cuenta de ello, en medio de la más profunda paz y a las puertas de una población tranquila y confiada. Y, sin embargo, tal era en aquellos momentos la situación entre el castillo de Zenda y la morada de los Tarlein.

El mismo sobresalto que un buen día, al influjo de vivísima alarma, me había empujado maquinalmente hacia Nièvres y me había hecho caer allí como un accidente, puede ser como una catástrofe, me hacía vagar, en medio de la noche, por aquella casa confiada y dormida, me conducía a la alcoba de Magdalena y a ella llegaba como un sonámbulo. ¿Era yo un desventurado en el colmo del sacrificio, enceguecido por el deseo, ni mejor ni peor que mis semejantes? ¿era un malvado?

29 sino que es judío el que lo es en lo interior; y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no es por los hombres, sino por Dios. 1 ¿Qué, pues, tiene más el Judío? ¿O qué aprovecha la circuncisión? 2 Mucho en todas maneras. Lo primero ciertamente, que la Palabra de Dios les ha sido confiada.

La salud de los vecinos de la buena ciudad de Boston, por lo menos en lo que se refiere á la medicina, había estado hasta entonces confiada á la tutela de un anciano diácono y farmacéutico, cuya piedad y rectitud eran testimonios más convincentes en favor suyo, que los que podría haber presentado bajo la forma de un diploma en regla.

Y al prometerle que viviría mucho tiempo y que ya no sufriría, miró con ternura al crucifijo de marfil que tenía sobre la cabecera de su cama y dijo con una alegría dulce y confiada: El Señor me debía eso; ya he pasado el purgatorio. En poco tiempo recobró las fuerzas, y no tardó en florecer la juventud en sus mejillas. Se habría dicho que la Naturaleza se apresuraba en adornarla para la dicha.

Y todos sin hablar, mirándonos con el ceño fruncido. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos, y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre , confiada en profunda felicidad. ¿Qué tiempo estuvimos así?

La vida de las sociedades humanas depende de la producción y la distribución de la riqueza, y, hasta el advenimiento de las ciencias y de las máquinas en el siglo XVIII, promovidas entrambas por el método experimental descubierto por Bacon en el XVI, la producción de la riqueza, confiada principalmente a los esclavos y a los siervos embrutecidos por el exceso de trabajo y de supersticiones, fue mezquina y precaria, y hasta la consolidación y difusión de los principios políticos ingleses, su distribución estuvo a merced de la avaricia de los poderosos, que, en tiempo de guerra se comían los huevos y la gallina, y en tiempo de paz los huevos y los pollos.

Habiendo sido infructuosas las diligencias practicadas por don Lazaro de Rivera para hacer que los indios fuesen sometidos al tributo, logró á lo ménos, en 1789, que se adoptase un nuevo plan de reforma, que consistia en dejar á cargo de los curas el poder espiritual, miéntras que la direccion industrial de cada mision seria confiada á un administrador secular, encargado de servirse para ello de las antiguas reglas establecidas por los Jesuitas.