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Un doméstico de color de cobre sucio y caídos bigotes, con smoking negro, una tela blanca arrollada á las piernas lo mismo que una falda y una enorme cabellera de mujer sostenida por un peine de concha, era el encargado de servir la comida.

Pero ya Concha se había adelantado a tal deseo, apoderándose de ella, y desde lo alto de sus brazos enseñábale la mesa cubierta de pasteles, al mismo tiempo que la besaba en el hocico.

El sillero levantó el brazo y bajó la cabeza, manifestando con mímica expresiva que de aquello no había que acordarse. No, no lo traigo a cuento en son de queja. Únicamente quiero significar que a Concha su genio le viene de herencia, y que por lo tanto hay que perdonárselo... De todos modos, es una chica que se hace querer, porque inmediatamente se ve que no hay allí doblez, que no hay engaño...

Conmovíale el valor con que había defendido a Concha, y no pudo callar ante la interesada el entusiasmo que sentía por Rafaelito. Su sorpresa fue inmensa al ver el poco caso que Concha hacía de sus palabras.

Incontinenti se miraban a los ciento y doce prohombres del Estado e individuos sapientísimos del Diván, que con el apéndice y añadidura de sus trece compañeros, elegidos a pierna entre los más distinguidos poetas, oradores, alcatibes y oradores de los colegios, bibliotecas y academias, tiraban de una enorme máquina, en la que habíase instalado el loco Ben-Farding en su lecho de ponderoso hierro, ni más ni menos que un galápago en una abrumadora concha.

Al poco tiempo la miseria comenzó a roer la piel delicada de la niña. Viéndola rascarse, Concha se enfurecía, la apellidaba sucia, piojosa y la arrojaba a empellones de la estancia. Todavía más. La microscópica doncella, con anuencia de su ama, le obligaba a ponerse zapatos antiguos que le estaban chicos y que le producían llagas y vivos dolores.

D. Laureano vio un agente de policía acercarse y, envalentonado, se atrevió a decir con tono despreciativo: Anda, anda, sigue tu camino, que todo lo que te he quitado te lo he pagado en buenos billetes de Banco. Los ojos de Concha relampaguearon como los de una pantera. ¿Dinero por mi honra, canalla? gritó en el paroxismo de la cólera.

Mentía Concha con aplomo dando a sus amistades con Maltrana este remoto y puro origen, lo que proporcionó a la buena señora una repentina confianza. Su joven compañera la llamaba Misiá, sabiendo que este título honorífico, de origen criollo, le gustaba más, por su sabor patriarcal y rancio, que el Doña, de origen peninsular.

El mayordomo, poco atento para su aspecto encogido y la pobreza de su traje negro, la había colocado en un camarote de dos personas, dándole por compañera a Concha, la muchacha de Madrid, «esta buena señorita», como la llamaba ella aun en los momentos de mayor intimidad. Regresaba a la tierra natal después de haber pasado unos meses en Holanda cerca de sus nietos.

Viene con Pepita y con Concha y Eugenia... Es el primer domingo que viene después de la muerte de su hermano... ¡No te pongas así, niña!... No te asustes... verás, yo lo voy a arreglar todo. Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada e inmóvil en la silla como una estatua.