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Ahora no nos resta más que darle a usted las gracias por la molestia que ha querido tomarse. Romadonga levantó la mano para alejar de aquellas gracias que no merecía, y volvió la cabeza para mirar a la hermosísima chula, que en aquel instante se levantaba del asiento para marcharse. Al pasar junto a ellos D. Laureano le dijo familiarmente: Adiós, Concha: hasta mañana.

La servidumbre se vengaba con placer de los minuciosos cuidados que antes se veía obligada a prodigarle, de aquellas ásperas reprensiones que recibían por su causa. En particular Concha, la microscópica doncella, experimentaba una alegría indecible, propia de su carácter maligno y rencoroso, cada vez que la señora mostraba de algún modo su desdén por la niña recogida.

Y aunque algo hubiera, no podía cegalle, como hacía al que Dios perdone si de aquella calabazada feneció, que todavía, aunque astuto, con faltalle aquel preciado sentido, no me sentía; mas estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese como él tenía. Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía, que no era del registrada. El un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos.

No hay concha que pueda comparársele, y mucho menos las obras de la humana industria. Es el esquino la última palabra de los seres circulares y radiantes: él representa su triunfo, su más completo desarrollo. Pocas variantes tiene el círculo; es la forma absoluta. En el globo del esquino, tan sencillo á la par que complicado, alcanza una perfección que termina el primer mundo.

Mira, Concha, no me busques las cosquillas, porque aunque eres una mocita de sandunga y tienes los ojos muy picarones, y la boca como una cereza, un día te encuentras, sin saber por dónde vino, con un revés que te arrancará de cuajo esa carrerita de perlas que me estás enseñando.

Un sencillo peine de concha sujetaba su abundante cabellera, blanca casi por completo, y su rica bata de paño labrado, con vueltas de terciopelo, lejos de prestar realce alguno a su persona, parecía más bien recibir ella misma del talle airoso y noble de la dama la severa elegancia de su corte y de sus pliegues.

El doctor recordaba ciertos mariscos que, segregando el jugo de su cuerpo, forman la concha, el caparazón que les sirve de vestido y defensa. El español no tenía otro jugo que el de la intolerancia, el de la violencia. Así le habían formado y así era. En otros tiempos, el caparazón era negro; ahora sería rojo; pero siempre la misma envoltura:

Buenas noches respondió ella sonriendo tímidamente. Su padre se llevó la mano al sombrero. Romadonga siguiola con la vista hasta que desapareció por la cancela. Antes de trasponerla Concha se volvió a medias y le echó una rápida mirada de latiguillo.

Vuelto él á la Gracia, todos Volverán á la obediencia. Entonces, á la voz de la Luz, se presenta el Agua con una concha para borrar con sus bellas ondas el pecado del hijo de la tierra, y asimismo promete la Tierra ofrecer con sus sarmientos y espigas un segundo Sacramento, en cuya virtud, y con ayuda de la Gracia, perseverará el Hombre en la práctica del bien.

Terrosa adherencia mataba el brillo del bronce, del nácar, de la concha. ¡Muebles cuasi espectrales! Las antepuertas, los tapices y todas las colgaduras, cubiertas de telaraña, pendían con hipnótica apariencia, y el polvo aclaraba, a manera de luz, los pliegues de medio siglo. Ramiro, al entrar, oyó carreras furtivas bajo los muebles. Un taladro dejó de roer.