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La posesión de doña Clara no podía hacer que yo olvidara, que yo arrojara de esta fascinación poderosa que me causáis... Ya que hemos llegado á , decidme, decidme, ¿qué impresión causé en vos?

La mancha clara del sobretodo gris del novio se destacaba entre las negras levitas, y su estatura aventajada dominaba también las de los circunstantes.

Llevada de esta consideración, Doña Blanca no impugnó la defensa de la coquetería; dió por satisfecha su modestia de madre, y acabó por aceptar como justos y merecidos los encomios de su hija Clara. Luego añadió: En suma, mi hija es un prodigio. En las alabanzas de V. no toma parte sino la justicia. Me alegro. ¿Qué mayor contento para una madre?

Lutgardo de la Torre Izquierdo. Primer Teniente. Eugenio Dubois y Castillo. Primer Teniente. Enrique Machado Nadal. Primer Teniente. Arsenio Ortiz Cabrera. Primer Teniente. Amado de Céspedes Figueredo. Capitán. Aniceto de Castro y Carabeo. Primer Teniente. Augusto Díaz Brito. Primer Teniente. Eduardo Clara y Padró. Teniente. Carlos Fuentes y Machado. Teniente. Luis Febles y Alfonso.

Eso es. Pues que entre al momento. ¿Llamo á vuestra dueña? No. La doncella salió escandalizada; doña Clara jamás había recibido visitas de hombre. Introdujo, sin embargo, á don Juan, y salió.

Aquí sale MARQUINO con una ropa negra de bocaci ancha, y una cabellera negra, y los pies descalzos, y en la cinta traerá, de modo que se le vean, tres redomillas llenas de agua, la una negra, la otra teñida con azafran, y la otra clara; y en la una mano una lanza barnizada de negro, y en la otra un libro, y viene MILVIO con él, y asi como entran, se ponen á un lado LEONCIO y MORANDRO.

Aún no creo que hayas podido estar en aquella maldita casa. ¿En qué casa? dijo Clara, como afectada de profunda confusión. Allí, en casa de esas mujeres contestó él con tristeza, recordando los dolores de aquella vivienda. ¡Ay! exclamó Clara. Yo no quiero volver; quiero morirme aquí antes que volver. Estoy en casa de Pascuala, ¿no? Al decir esto, reconocía el sitio con ansiosa mirada.

¡Clara, perdón! ¡No te vayas! ¡Aparta, aparta, miserable! Ya he sufrido bastante. ¡Mi corazón no puede más! Y como Tristán tratase de retenerla, le dio con su brazo vigoroso un empujón que le hizo caer de espaldas. Cuando se levantó, su esposa bajaban ya la escalera con el niño y Juana detrás de ella. Se puso en pie. La vergüenza y la cólera ardían al mismo tiempo en su pecho.

Clara, bella y perfumada, Era una tarde serena, De esas tardes en que el cielo Todas sus galas ostenta, En que la brisa y la flor Nos hablan con voz secreta, En que las bellas suspiran, En que medita el poeta, En que el infame se esconde, Y en que el pueblo se recrea.

No le digáis nunca... os lo pido con el corazón abierto, por Jesús sacramentado, no le digáis nunca que doña Clara se ha puesto aquel aderezo, que yo os he reconocido, don Juan... no le digáis nunca lo que está sucediendo entre nosotros... lo que sucederá... jurádmelo, hijos míos, jurádmelo.