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Dicen todos los villaverdinos que el piadoso clérigo señaló una fuerte suma para que su albacea mandara decir mil misas. Mil pesos legó para ello el testador y Linares se dijo: «Aquí mil misas me costarían mil pesos. Haré que las digan en Italia. En Roma es corto el estipendio, una lira...» y así lo hizo, y se aplicó el sobrante en pago de sus buenos servicios.

Sepúlveda empezó con desdén, y acabó turbado. El clérigo lo oía con la cabeza baja y los labios temblorosos, y se le veía hincharse la frente.

La sorpresa, el acento sarcástico y amenazador del clérigo, y la vista del bulto de don Segis, que permanecía a algunos pasos, inmóvil, como fuerza de reserva, infundieron tal pavor en Sinforoso, que en algún tiempo no pudo articular palabra. Sólo cuando el teniente avanzó hacia él un paso, logró decir: Tranquilícese usted, don Benigno. Yo no le he nombrado a usted.

Carta acá, carta allá, y entrevista en las Descalzas todos los días, porque la Condesa vieja es tan devota, que no se mueve un clérigo ni fraile en las iglesias de Madrid sin que ella vaya á meter sus narices en la función. El hidalguillo tañe su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y quintillas. Ambos están muy amartelados.

El tabaco, como es natural, le sirve para proporcionarse una honesta distracción, y el libro pequeño es un diminuto breviario en que ora de cuando en cuando. Los dos, Azorín y el clérigo, salen del pueblo y van caminando por un tortuoso camino plantado de moreras.

En la farsa O clérigo da Beira notamos una escena picaresca, en que un clérigo va á caza en la noche de Navidad cantando himnos latinos religiosos, ya para sofocar los remordimientos de su conciencia, ya para ocultar á los transeuntes el objeto de su nocturna peregrinación.

Es licenciado. ¿En qué? En teología y en derecho. ¿Está ordenado? No, señor. No conviene que sea clérigo; un mozo que da tan buenas estocadas, no debe llevar un roquete; le está mejor un oficio de alcalde; los alcaldes bravos, que tienen letras y puños, valen más que los que sólo tienen letras; le haremos alcalde de casa y corte.

Este don Custodio era un enemigo doméstico, un beneficiado de la oposición. Creía, o por lo menos propalaba todas las injurias con que se quería derribar al Provisor, y le envidiaba por lo que pudiera haber de cierto en el fondo de tantas calumnias. De Pas le despreciaba; la envidia de aquel pobre clérigo le servía para ver, como en un espejo, los propios méritos.

Aquí verá usted dice el clérigo cómo Voltaire era un sofista y cómo Rousseau, «el tristemente célebre autor del Emilio», como le ha llamado el señor obispo de Madrid, era un corruptor de las buenas costumbres.

Los murciélagos revuelan calladamente; brillan las luces en el pueblo. Entonces el viejo más viejo da dos golpes en el suelo con el cayado, y se levanta. ¿Se marcha usted? ; ya es tarde. Entonces nos marcharemos todos. Y todos se levantan de sus piedras blancas y se van al pueblo, un poco encorvados, silenciosos. Yo le daré a usted un libro dice el clérigo que le dejará convencido.