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En los fondos de la Catedral, después de atravesar el reducido patio donde se encienden los incensarios y se cocina el chocolate canonjil, súbese por una escalera de pino a una serie de estancias siempre obscuras.

No exclamó alegremente... Quiero que el de la señora sea perfecto. Eso hará rabiar a Mariana, la cocinera de la señorita Bonnetable añadió con la cara llena de satisfacción. ¿Por qué ha de rabiar? La señorita sabe bien que en el último de la señorita Bonnetable los pasteles de chocolate estaban quemados. ¡Ah! y los tuyos... Los míos son siempre perfectos respondió Celestina con vehemencia.

Alguien dijo que le había visto en la calle socorrer a un pobre, mirar con piedad a una mujer perdida, y acariciar a un niño... Pero nadie sabía quién era. Todos le han olvidado. Estaba el deán tomando chocolate y leyendo entre sorbo y sopa un diario neo católico, cuando entró en su cuarto el ama, diciendo sobresaltada: Señor, ahí está Garcerín, y dice que la catedral se viene abajo.

Afirmo, bajo mi palabra de honor, que hemos visto aquellos bustos originales en los lugares indicados; el de azúcar, en una de las confiterías de la calle de San Honorato, y el de chocolate, en la esquina del gran hotel del Louvre. Pero estaban admirablemente ejecutados, se dirá.

Si quiere usted tener segura la entrevista que desea, se lo diremos al padre Gracián, jesuita, excelente sujeto que viene aquí algunas tardes, y después solemos ir a tomar chocolate a casa de Maroto, adonde va también el Padre Carasa.... Pues bien, Gracián es amigo del Sr.

Entrole Papitos el chocolate, y, la verdad, no pudo pasarlo, porque se le había puesto en el epigastrio la tirantez angustiosa, síntoma infalible de todas las situaciones apuradas, lo mismo por causa de exámenes que por otro temor o sobresalto cualquiera. Estaba lívido, y la señora debió de sentir lástima cuando le vio entrar en su gabinete, como el criminal que entra en la sala de juicio.

«Ya está roncando ese... dijo doña Lupe retirándose a su alcoba . ¡Qué noche va a pasar el otro pobre!». Serían las nueve de la mañana siguiente, cuando Nicolás pidió a Papitos su chocolate. Salió del cuarto con la cara muy mal lavada, y algunas partes de ella parecían no haber visto más agua que la del bautismo.

D. Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría.

Era el chocolate: el gran regalo de la gente gitana, su licor y su alimento. Los pequeñuelos, con la esperanza de que la madre trajese al anochecer una enorme cantidad de callardó, la saludaban desde lejos. Adiós, mi dai.

La nariz fina, linda, no formada aún completamente, como la de los niños, un poco arremangada; los labios también son infantiles, y parece que exhalan olor a bombones de chocolate.