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Cuando iba éste, la natural simpatía le impulsaba siempre a hablar con el Conde de Alhedín más que con otro alguno. El Conde hablaba con formalidad, con sumo acierto y con sano juicio, de las cuestiones más graves, y hasta cuando estaba de broma todos sus chistes parecían a don Braulio no groseros y vulgares, sino delicados e ingeniosos, por donde era el primero que los reía.

Tomo en serio simples chistes, y cuando digo con sinceridad lo que me viene en mientes, todos se asombran o se ríen. Hay veces en que parece que me encuentran ingenio, siendo así que, sencillamente, no han comprendido lo que yo quería decir. Este perpetuo error me cansa.

Todos los trovadores recibían como popular homenaje las carcajadas del público, pero el que parecía triunfar era un viejo desdentado y de cara maliciosa, sacristán de una anteiglesia de Vizcaya que tenía gran renombre por el atrevimiento de sus chistes.

La verdad es que si la civilización era lo que creía don Matías Cepeda: tener un almacén de cacao y de azúcar y otro almacén de chistes y de frasecitas, yo no llevaba camino de civilizado. A veces me daban ganas de dar un puntapié a aquella gente, que después de todo no me servía para nada, y mandar a paseo a don Matías, a su mujer, a la niña y a todos sus amigos y amigas.

Visitación se complacía en adivinar la cólera del Provisor y le abrumaba a chistes, y le mareaba con aquel atolondramiento «que a él se le ponía en la boca del estómago». Pero, señoras mías dijo De Pas hablemos con formalidad un momento. ¿Qué? ¿cómo se entiende? ¿quiere usted recoger velas, que se desdiga S. I.? Creo, que... ¡Nada, nada! La palabra es palabra.

Pero aquí bajaron todos, y Sol misma, que se volvió pronto al carruaje, para acompañar a Ana, y animarla a tomar del breve almuerzo que los demás, sentados en torno de una mesa rústica, gustaban con vehemente apetito, sazonado por chistes que el piadoso Juan encabezaba y atraía, porque los oyese Ana desde su asiento en el coche, traído a este propósito cerca de la mesa.

El bastón de roten y las enormes rodilleras de los calzones le acababan de caracterizar. Era hombre muy humorístico y tenía una baraja de chistes referentes al tiempo.

Nada le causaba risa, no le gustaban las bromas y le ofendían los chistes por juzgarlos una falta de respeto. Era el menos tolerante, el menos amable y el más honrado de todos los ancianos. Había acompañado a Escocia a Carlos X, después de las jornadas de julio; pero se alejó de Holy-Rood, al cabo de quince días, escandalizado de ver que la corte de Francia no tomaba muy en serio su desgracia.

Suene el lindo sacabuche, pues nuestro bien consiste. Pastores, ¿no es lindo chiste? ¿Qué pudiera decir más -me dijo- el mismo inventor de los chistes? Mire qué misterios encierra aquella palabra pastores: más me costó de un mes de estudio. Yo no pude con esto tener la risa, que a borbollones se me salía por los ojos y narices, y dando una gran carcajada, dije: ¡Cosa admirable!

No se cansaban nunca de tributar el homenaje de su agradecimiento á los poetas, que ya les ofrecían las poderosas creaciones de su imaginación, ya deleitaban su espíritu con gratos ensueños, ya los llevaban á las regiones etéreas en alas de su devoción, ya, por último, se solazaban con ellos con chistes y agudezas.