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Pero vamos a ver, ¿usted qué se ha llegado a figurar, que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le da la gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidos con esas ideítas, señor... No extrañe usted que me enfade un poco, y dispense». Fortunata estaba como si le hubieran vaciado sobre el cráneo una cesta de piedras.

Aún no había salido del primer encantamiento de su existencia plácida, ordenada y tranquila al lado de Feli. La muchacha se revelaba como una excelente ama de casa. Descendía por las mañanas a la plazuela con mantón y cesta; después, pasábase el día con los brazos arremangados, cocinando, sacudiendo el polvo, repasando la escasa ropa de Isidro. Nunca había ido éste tan pulcro.

Un día trasladando Miguel una cesta con ropa aplanchada de un sitio a otro, la dejó caer al suelo y se manchó una buena parte. Petra, hasta entonces, en sus más fuertes enojos no había hecho mas que cogerle por el brazo y sacudirle; ahora le dio una soberbia bofetada que le encendió el rostro.

Dejó a Juan y a Sol adelantarse un poco por el corredor estrecho, y cuando les tenía como a unos doce pasos de distancia, de una terrible sacudida de la cabeza desató sobre su espalda la cabellera: «¡Cállate, cállate!», le dijo al indio, mientras haciendo como que miraba adentro, ponía la mano tremenda en la cesta; y cuando Sol se desprendía del brazo de Juan y venía a ella con los brazos abiertos....

De pronto, al llegar al recibimiento, echó a correr hacia su cuarto, y pocos momentos después bajó al portal por la escalera de servicio, llevando una cesta cuyo contenido ocultaba cuidadosamente. A la noche, terminada la comida, el general quiso ver de nuevo el nacimiento por gozar con la alegría del niño. La decepción fue horrible.

Tampoco era un perro cominero que llevase la cesta al mercado y la bolsa de los cuartos y viniese muy tranquilo para casa con la carne y el pan sin tocar de ellos. Había formado opinión muy severa sobre todas estas niñerías que no tienen inconveniente en ejecutar los perros sietemesinos. Si alguien le hubiera propuesto una cosa parecida, es seguro que lo hubiera rechazado enérgicamente.

La muchacha cantaba a media voz, sin duda por temor de interrumpir con su canto el sueño de los vecinos, y revolvía los montones de despojos con su gancho, buscando trapos que, cuando encontraba, arrojaba en la cesta. Al acercarme, el perro gruñó y adelantó hacia de una manera amenazadora. La muchacha entonces me miró y seguidamente llamó a su perro.

Los criados comentan en voz baja, graves, lentos, reunidos a la redonda de la cesta llena de mazorcas, y sus voces supersticiosas, parece que van en la oscuridad, de un misterio hacia otro misterio. Y los pasos vienen y van. ANDREI

Y por entre medio de esta invasión rústica, pasaba la gente de la ciudad; los burguesillos de arregladas costumbres con una capa vieja y un enorme capazo, en el que metían las provisiones, después de regatearlas tenazmente; las señoritas que veían en el mercado de los miércoles algo extraordinario que alegraba la monotonía de su existencia; los desocupados que pasaban horas enteras de pie, junto al puesto de un vendedor amigo, curioseando lo que cada cual llevaba en su cesta, murmurando de la avaricia de unos y de la generosidad de otros.

D.ª Robustiana, sin embargo, se autorizaba el dudarlo. Luego que con mano trémula hubo expuesto á la vista de la joven aquellos mágicos tesoros de hilo y la obligara por medio de un silencioso recogimiento á penetrarse de su grandeza, la ayudó por fin á colocarse la cesta sobre la cabeza y la despidió dándole un sonoro beso en la mejilla.