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Porque si bien el perro de D. Félix no había brillado nunca por su amabilidad, tampoco se había mostrado con ella á tal punto desabrido. Una tarde en que se hallaba D. Félix hablando con Regalado en la sala grande, llegó Flora con encargo de D.ª Robustiana para traer una cesta de ropa. Al pasar vió á Talín durmiendo enroscado sobre una silla.

¡Madre! ¿Es algún gato Jacinto que se trae y se lleva en una cesta? respondió Flora enseñando para reir las perlas de sus dientes. Si no lo es, alguna vez quisiera convertirse, aunque no fuese más que para saltarte sobre el regazo. ¡Calla, tonta! Pronto le diría ¡zape!

¡Dale con lo de jornalero! tiene una industria; vamos, una imprenta; pero no es un gañán. ¡Bah! hija mía: llamemos a las cosas por sus nombres. Trabajador, no es más que trabajador; y, si te casas con él, sabe Dios si tendrás que ir algún día a llevarle la comida en cesta, como a un albañil. De modo que, según , debo esperar a que venga a pedir mi mano un título de Castilla.

La mujercita saludó con una dulce sonrisa a Juan, y dejando sobre su mismo banco el pequeño y la cesta, encorvóse penosamente para atar el zapato de su hijo mayor.

Pero si ella no sabía sondear ánimos de nadie... El único medio de que se hubiera valido para averiguarlo era preguntárselo sencillamente, y á esto no se atrevía. Aún hubo más. Por la triste calle de Válgame Dios solía pasar una ramilletera, que en su cesta llevaba algunos manojos de claveles, dos decenas de rosas y muchas, muchísimas violetas.

Y luego, cuando entraban en la casa, ella con la bolsa vacía, él doblado bajo el grato peso de la cesta, ¿quién no se conmovería viéndole sacar todo con amor para enseñarlo a las chicas, y poner cada cacho de turrón ordenadamente sobre la mesa, diciendo a qué clase pertenecía cada uno, y regañando si algún ignorante confundía el de yema con el de nieve?

Tu mano... enséñame tu mano, resalá, que por San Juan te digo que yevas en eya tu fortuna y no lo sabes. Tenían sus parroquianas, sus creyentes de inconmovible fe, que apenas las veían marchaban a su encuentro, ansiosas de nuevas revelaciones. Metíanse en los portales solitarios, y allí, sobre la tapa de la cesta, soltaba la gitana los mugrientos naipes ocultos bajo el mantón.

Colocaba Angelina sus ramilletes en una gran cesta y los cubría con un lienzo, cuando mi tía, tocándome en el hombro, exclamó impaciente: ¡Pero, muchacho, estás ido, o qué te pasa que no oyes lo que te digo! Usted dispense, tía contesté avergonzado, temeroso de que sorprendiera el secreto que me tenía distraído. ¿Misas de aguinaldo?

Sin poder él remediarlo, mientras el aire fresco el viento había cambiado del mediodía al noroeste le llenaba los pulmones de voluptuosa picazón, la fantasía, sin hacer caso de observaciones ni mandatos, seguía herborizando y se había plantado en los siglos primeros de la Iglesia, y el Magistral se veía con una cesta debajo del brazo recogiendo de puerta en puerta por el Boulevard y el Espolón las ricas frutas que Páez, don Frutos Redondo y demás Vespucios de la Colonia, arrancaban con sus propias manos en aquellos jardines que, en efecto, iba viendo a un lado y a otro detrás de verjas doradas, entre follaje deslumbrante y lleno de rumores del viento y de los pájaros.

Cuando las diferentes piezas de ropa estaban terminadas y planchadas, Cecilia las iba poniendo cuidadosamente en una cesta.