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Desde entonces se vió que el Cacho é Isquiña perdían el juego. Estaban desmoralizados. El Cacho se tiraba contra la pelota con ira, hacía una falta y se indignaba; pegaba con la cesta en la tierra enfurecido y echaba la culpa de todo a su zaguero. Zalacaín y el vasco francés, dueños de la situación, guardaban una serenidad completa, corrían elásticamente y reían.

Tomando la sillita baja, que usaba cuando cosía, la colocó junto al balcón. Le dolía la cintura y al sentarse exhaló un ¡ay! Para coser usaba siempre gafas. Se las puso, y sacando obra de su cesta de costura, empezó a repasar unas sábanas.

¡Qué militar tan valiente que no puede con una cesta de ropa! exclamaba la niña en el colmo de la alegría. ¡Quisiera yo ver aquí a Prim y a Espartero y hasta al mismo Napoleón! Esta no es una cesta cualquiera... Hay aquí lencería para un regimiento... ¡Quita allá! Si no fuese que me haces reír, yo sola era capaz de llevarla. Después de mucha risa y no poca brega, llegó la cesta a su destino.

En esta cesta ha puesto él, Sarrió, una suculenta merienda para que Azorín se la coma en el camino. ¡Es la última muestra de simpatía! Azorín le dice Sarrió , tenga usted cuidado de que no se estruje la uva que va en la cesta... Cuando se coma usted esa uva que yo he cogido en el huerto, acuérdese, Azorín, de que aquí deja un amigo sincero.

A mediodía, la madre de Maltrana le tomaba en uno de sus brazos, y pasando el otro por el asa de la cesta, iba en busca de su marido, el albañil.

A guisa de adorno veíanse en la pared algunos cuadros; en el testero del sofá de guttapercha desquebrajada, casi tocando con el respaldo seboso, había bajo cristal convexo un perro de aguas, bordado a realce en cañamazo, con una cesta de flores en la boca, y por bajo un letrero con estambre a punto cruzado, que decía: A sus queridos papás: lo hizo Leocadia Resmilla. Año de 1864.

Paliza diaria a la mujer; casi todo el jornal en su bolsillo, y los chiquillos descalzos y hambrientos, buscando con ansia las sobras de la cena de aquella cesta que por las noches se llevaba al horno. Aparte de esto, un buen corazón, que se gastaba el dinero con los compañeros, para adquirir el derecho de atormentarlos con sus bromas de bruto.

Tenían sangre distinta; vivían juntos y tranquilos, pero no eran iguales ni podían serlo. Cada uno con los suyos. Y al decir esto, Pep recogió de la mesa los platos de la comida y los fue guardando en la cesta, preparándose para marcharse. Quedamos, don Jaime dijo con su tenacidad campesina , en que todo es broma, y usted no inquietará a la atlota con sus fantasías. No, Pep.

Rápidamente, el coloso había amontonado con ambas manos varias rocas de la escollera, arrojándolas en el fondo de su barca. Vió con placer que la marinería de la escuadra del Sol Naciente había dejado en su embarcación dos remos antiguos, así como una cesta, una paleta para achicar el agua y otros objetos de menos valor.

Formaban una original pareja el hortera endomingado y aquella muchacha, que por estar cerca su casa iba de trapillo, sin perder por esto el aire de distinción adquirido en la niñez y llevando su cesta con la desenvoltura de una colegiala que comete una travesura.