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Conmovíase la catedral con la proximidad de la procesión. Sonaban las puertas de las sacristías al abrirse y cerrarse con estrépito; iba la gente atareada de un lado a otro. En aquella vida reposada y monótona, el incidente anual de una procesión que había de recorrer varias calles causaba iguales trastornos y ocupaciones que una expedición aventurada a países lejanos.

Sonaban como detonaciones los golpes de las cancelas al cerrarse, dejando paso a algún clérigo retrasado. En lo alto del coro gangueaba el órgano de vez en cuando, intercalándose en el canto llano; pero sonaba perezosamente, con desmayo, por pura obligación, y parecía lamentarse de su esfuerzo en la penumbra solitaria.

Luego la vi alzarse lentamente, arrancarse su corona de rosas, y luego irse despojando de sus joyas, de sus ropas; vi enteramente su hermoso cuello: sus redondos hombros; luego su cabellera destrenzada agrupándose de una manera maravillosa a ambos lados de su semblante; al fin se volvió y se alejó lentamente; se abrieron las cortinas de la alcoba y volvieron a cerrarse.

«Todas las bibliotecas públicas debieran cerrarse.» «La mayor estupidez que he leído es esta frase de Carlyle: La mejor universidad de estos tiempos es una biblioteca. Yo replico: la mejor universidad sería un cuartel. Quiero decir: una cultura socializada e impuesta al modo de la disciplina militar. La disciplina militar es abominable porque es inculta.

¿Quién vivirá en esa casa? dijo el tío Manolillo parándose, cuando vió que en aquella casa habían entrado el sargento mayor y la Dorotea, y había vuelto á cerrarse la puerta. ¿Os interesa mucho el saber quién vive en esa casa? dijo el cocinero mayor. Lo averiguaré dijo el bufón como contestándose á mismo á la pregunta que á mismo se había hecho poco antes.

Delante el inmenso horizonte de los campos parecía cerrarse fundiéndose todo en un tenue vapor gris. Alcanzó su casa y penetró en ella sin ruido, casi furtivamente como si fuera un intruso. Uno de los criados se asombró de verle al cruzar un pasillo y se excusó de no haber prevenido a los demás. Don Germán ordenó que todos permaneciesen tranquilos.

Sintió Quevedo el ruido de las pisadas de algunos hombres, y luego cerrarse una puerta.

Poco después el fraile y el poeta estaban dentro de la casa, cuya puerta volvió á cerrarse. Hora y media antes de los últimos sucesos podía verse en la casa donde acababan de entrar Quevedo y el padre Aliaga, un extenso salón magníficamente engalanado.

Fumaba incesantemente, aprovechando la generosidad de Ojeda, que le ofrecía cigarro tras cigarro. Su cabeza empezó a oscilar. Se entornaban sus ojos para abrirse de repente con un azoramiento de sorpresa, volviendo a cerrarse poco después. Al fin se durmió, y su respiración estuvo próxima a convertirse en sonoro ronquido. Tenía la costumbre de acostarse temprano.

Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra.