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Volvióse el joven, y vió un paje que traía ropa de mesa, terciada en un brazo, en la una mano algunos platos, y en la otra dos botellas asidas por el cuello. ¿Sois vos, señor, el sobrino del señor Francisco Montiño? dijo el paje. Ciertamente, yo soy. Pues bien, á vos vengo. ¿Y á qué venís? A serviros de cenar. ¡Ah!

Molestábale también la costumbre que allí había de quitar gas a las diez de la noche cuando se iban los tales alumnos. El local se quedaba medio a oscuras, no volviendo a ser bien alumbrado hasta las doce, hora en que venían a cenar los bolsistas. A Rubín le cargaban también los dichosos bolsistas, que no hablaban más que de dinero.

Ahora que el uno se ha ido a soñar despierto y el otro a velar dormido, vámonos y yo a cenar con la gente alegre, que aguardándonos está. No, Pepe. No me siento buena. El sofocón que he tomado, el frío que hacía al salir del teatro, me han cortado el cuerpo. Tengo escalofríos. Tus dengues de princesa dijo Pepe Vera . Vente conmigo.

Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allí casi siempre hasta la hora de cenar, y esta necesidad material la despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a las niñas. Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan....

Y después de un instante de silencio, viendo a Hullin boquiabierto, la anciana prosiguió lentamente: Anoche nos hallábamos todos reunidos, después de cenar, en la cocina bajo la campana de la chimenea; la mesa estaba todavía puesta con las escudillas vacías, los platos y las cucharas.

Pero Blanca, con una resolución repentina, me arrastró fuertemente del brazo que me tenía asido y me sacó del descanso de la escalera en que nos habíamos detenido. Vaya, ¿qué tiene de particular? preguntó Blanca retirándose y mirando a la madre... ¿Tiene algo de malo lo que hemos hecho? y encogiéndose de hombros con un movimiento brusco, agregó con una carcajada: ¡Vamos a cenar!

El capellán comenzaba a sentirse confuso viendo en ausencia suya tanto arreglo, y a temer que su venida lo trastornara: idea dictada por su nativa timidez. A la hora de cenar aumentó su sorpresa.

Nada. Estamos todos bien. ¿Ha habido muertos en el pueblo? Si; don Fulano, don Zutano. La señora de Tal ha estado enferma. Recalde escuchó las noticias, y después preguntó: ¿A qué hora se cena aquí? A las ocho. Pues hay que cenar a las siete. La Cashilda no replicó. Recalde creía que el verdadero orden en una casa consistía en ponerla a la altura de un barco.

Hasta se le figuró percibir algunas alegres carcajadas de su esposa, que le sorprendieron más que le indignaron. Por fin notó que se ponía a cenar. Dolores iba y venía con los platos. Terminó la cena. La doncella se detuvo en el comedor y prosiguió la charla. Cansado de estar en pie, se sentó en uno de los peldaños de la escalera.

Al día siguiente Glocester delante del Magistral, sin compasión, refería en la catedral todo lo que había sucedido en el baile. «La aristocracia se había encerrado en un gabinete, en el gabinete de lectura, para cenar y bailar, y doña Ana Ozores, la mismísima Regenta que viste y calza, se había desmayado en brazos del señor don Álvaro Mesía».