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El tumulto, en efecto, aumentaba de momento en momento; el ganado, los carruajes y la gente parecían querer pasar unos por encima de los otros. Ninguno era dueño de ; todos gritaban y pugnaban por hacerse sitio.

El dos se quiere hacer pasar por tres; el tres hace creer que es cuatro; el cuatro dice: «Si yo soy cinco», y así sucesivamente. Ya se van los coches» dijo Isidora, que apenas había oído la charla de su amigo. Era tarde. Llegaba el momento en que, cual si obedeciera a una consigna, los carruajes rompen filas y se dirigen hacía el Prado.

Los carruajes siguieron por la carretera, atravesaron Villanueva como otra vez hiciera yo. Alternativamente mis ojos recorrían la campiña que desaparecía detrás de nosotros y el hermoso rostro de Magdalena sentada enfrente de . Habían concluido los días felices; acabada aquella corta temporada pastoral, volví a caer en profundas preocupaciones.

Sólo á través de las ramas bajas de los árboles se veían pasar los techos de carruajes y tranvías. Cerró la noche y ella no vino. Al día siguiente Miguel volvió, pero discretamente, sin despertar la curiosidad de los tenderos, permaneciendo largas horas en aquella plazoleta de ciudad vieja, sin otro testigo que la mujer melancólica que ofrecía sus periódicos en un kiosco sin parroquianos.

Y los dos carruajes, esparciendo en la sombra la roja luz de sus dobles faroles, partieron al trote, conmoviendo el silencio de la noche tibia, estrellada y serena. La familia de Pajares los vio alejarse desde la puerta del hotel. Frente a los Silos, la multitud arremolinábase en la obscuridad, asaltando a brazo partido las plataformas de los tranvías o regateando con los cazurros tartaneros.

¡Eh, arriba, cabayero! ¡Señorito, a la plaza! Un poco más tarde llegan por las bocacalles y pasan rápidamente, tirados por hermosos brutos, los carruajes de los ricos y sus parásitos, mostrando la gente adinerada afán de imitar al pueblo en la manera de vestir.

En una de estas salidas, un viernes por la tarde, Gallardo, que iba camino de la calle de las Sierpes, sintió deseos de entrar en la parroquia de San Lorenzo. En la plazuela alineábanse lujosos carruajes. Lo mejor de la ciudad iba en este día a rezar a la milagrosa imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder.

Pasaban los carruajes formando una inmensa rueda en el centro del paseo; brillantes los arreos de los caballos y los faroles del pescante con el reflejo del sol; viéndose a través de las ventanillas los sombreros de las señoras y las blancas blondas de los niños. Don Andrés se indignaba ante la tenacidad del joven.

Más de un momento de melancolía debo al caño desolado, que parece murmurar una queja constante; es algo como el rumor del aire en los meandros de un caracol aplicado al oído. Aunque de poca profundidad, el caño basta para dificultar en extremo el uso de los carruajes en las calles de Bogotá.

Se llamaba Inés, y había sido criada de doña Frasquita, de cuya casa salió para casarse con un ex cochero que, tras haber servido a un grande, con la protección de éste y sus propios ahorros, estableció un servicio de carruajes por abono.