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Creyó que estaba muerta o que le faltaba poco para morirse; mandó a Encarnación en busca de Segunda y de José Izquierdo, y cogiendo la cesta en que Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No me determino a llevármelo pensó el buen viejo . Pero al mismo tiempo, si esos brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve... ¡Ah!, no; yo cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus piernas no muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista, volvió a subir y se aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca, que casi se tocaban cara con cara. «Fortunata... Pitusa» murmuró echando talmente la voz en el oído de la joven.

Luego, dirigiéndose a su hermana: Vamos, Zuzie, no me pongáis mala cara porque he sido un poco... sabéis que acostumbro a ser un poco... Quedémonos, ¿queréis? Descansaremos pasando aquí una hora tranquilamente.

Zarandilla descolgaba la escopeta del arzón, arma que más de una vez tenía que echarse a la cara el aperador para imponer respeto a los arrieros que bajaban carbón de la sierra y al detenerse al borde del camino, soltaban a pacer sus bestias en los manchones, tierras sin cultivar reservadas para el ganado del cortijo cuando no estaba en la dehesa.

Cuando se entregaba a la Aritmética, su cara se volvía lúgubre y desconcertada, cual si estuviera sometida a la acción de fenómenos morbosos. La Aritmética tenía para ella algo de enfermedad cimótica, y así, desde que absorbía con su atención aquellos miasmas deletéreos llamados números, se ponía pálida y se le alteraba el pulso. ¡Y pensar que no puede haber dinero sin que haya cifras!

Sin embargo, al cabo de una semana el incidente habíase borrado de mi memoria y no me había vuelto a acordar más de él, hasta que este inesperado y extraño encuentro lo había renovado. ¿Sería posible que este monje, de cara bronceada por el sol, fuera el mismo hombre que tenía alquilado ese pequeño departamento en Florencia, y cuyas apariciones eran tan misteriosas y subrepticias?

Los salvajes le acogieron con exclamaciones de afecto y burla. ¡Bravo, bravo! Aquí está el reo en capilla. Mirad qué cara trae. ¡Como que está al borde de la tumba! El recién llegado sonrió vagamente y tendió una mirada escrutadora por el salón. Alvaro Luna, conde de Soto, era hombre de treinta y ocho a cuarenta años, delgado, de mediana estatura, ojos vivos y duros y rostro bilioso.

Para dar más realce a esta cualidad ponía cara de idiota. Castro asentía a todo, tanto por lisonjearla como por la mala voluntad que tenía a Clementina. No sentía interés por Lola, pero a raíz de su ruptura con aquélla se había consolado un poco festejándola: aunque en ello había tenido no poca parte el deseo de no aparecer derrotado a los ojos del mundo.

Lo primero que se les presentó fué Cunegunda y la vieja que estaban tendiendo unas servilletas para que se enxugasen en unas tomizas. Al ver esta escena, se puso amarillo el baron; y el tierno y enamorado Candido contemplando á Cunegunda toda prieta, los ojos lagañosos, enxutos los pechos, la cara arrugada, y los bazos amoratados, se hizo tres pasos atras, y se adelantó luego por buena crianza.

Vio en primera fila, bajo la maroma de la contrabarrera, un chaquetón plegado en el filo de la valla, cruzados sobre él unos brazos en mangas de camisa y apoyada en las manos una cara ancha, afeitada recientemente, con un sombrero metido hasta las orejas. Parecía un rústico bonachón venido de su pueblo para presenciar la corrida. Gallardo le reconoció. Era Plumitas.

Fortunata sintió ruido en la puerta y esta voz: «¿Se puede?». «Pase usted, D. Segismundo» dijo reconociendo al regente de la botica. Y entró el tal con cara risueña y actitud oficiosa, como de persona que cree ser útil. Estaba la joven incorporada en su lecho, con chambra y pañuelo a la cabeza. «¡Qué reguapa está! pensaba Ballester al saludarla, apretándole mucho la mano . ¡Lástima de mujer!».