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Y no di juego, limitándome a alzar los hombros y a dejar escapar un gruñido galante. Luego que tuve lacrado y sellado el protocolo, lo metí a duras penas en el bolsillo y salí a refrescar la cabeza, que bien lo necesitaba. ¡Tres horas había pasado escribiendo! Cerca del oscurecer, pasando por la calle de las Sierpes, vi en la Británica a Villa, y entré a acompañarle.

Ballester y Guillermina se miraron alarmados. «Pues propongo repitió ella , que vaya una comisión a la calle de Esparteros... ¿Y no vio usted si el coche se detuvo en alguna parte?».

Despidiéronse con promesa de volver al día siguiente, y salieron. Por la calle hablaban de Guillermina, de quien dijo la de Jáuregui: «Es una mujer esa que electriza; y cuando se la trata, sin querer se vuelve una también algo santa... Cincuenta y tres reales me debía Mauricia.

Al día siguiente nuestros testigos poníanse a trabajar; mi adversario, un tal Gómez Ocervo, español, exigió la espada. Esto es muy desagradable para , porque no coger un florete. ¡Me bato mañana, y seré incapaz de defenderme...! EUSTAQUIO. ¡Creo conocer a su adversario...! ¡Calle...! ¡Ocervo...! ¡Pertenece a la sala Massena...! ¡Es un tipo muy bragado...!

El verano se presentaba duro y fogoso, y aunque la singular posición de Cádiz, flotando como un buque anclado en la mar, templaba sus rigores gracias á la brisa que lo baña, todavía al atravesar algún espacio abierto el ardiente latigazo del sol obligaba á apresurar el paso. En la calle Ancha encontró algunos amigos y estuvo con ellos jovial y locuaz como pocas veces se le había visto.

A la luz de los faroles de la calle, que rielaba en el mojado pavimento, Amparo vio alejarse a la pareja y quedose poseída de una especie de tristeza interior que rara vez domina a los temperamentos sanguíneos, alegres de suyo.

Todos los miércoles, día de mercado en Alcira y de gran aglomeración de hortelanos, la calle donde vivía don Jaime era un jubileo.

El ministro se había negado a rebajar la cuota del Ayuntamiento, lo cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había de decir a mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las Infantas.

Mandó el familiar al alguacil que allí le esperase, y él se fue a la puerta de la casa de la viuda, y llamó, y abrieron en cuanto dijo cuál era su calidad y oficio y que la señora le esperaba, y entró, se cerró la puerta, y la calle se quedó tan en silencio y tan pacífica, como solía estarlo a aquellas horas de ordinario.

Aquellas imágenes a la luz del día recordaban vagamente las decoraciones de un teatro vistas al sol y a los cómicos en la calle sin los esplendores del gas de las baterías. Pero Anita no pensaba en esto.