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16 Y cualquiera que tocare un muerto a cuchillo sobre la faz del campo, o un cadáver, o un hueso humano, o un sepulcro, siete días será inmundo.

Cuando se levantó y contempló el cadáver, en cuyo semblante se leía la tristeza más profunda, el pesar de toda una vida inútil que se llevaba más allá de la muerte, el anciano se estremeció y murmuró: ¡Dios tenga piedad de los que le han torcido el camino!

Y fijaba su mirada en el médico, con la misma expresión de lúbrica generosidad con que muchas veces le había invitado á seguirla cuando le encontraba en el campo. Después contempló el cadáver fríamente, sin emoción, y al tropezar su mirada con las botas de charol rompió á reír. ¡Rediós! ¡Pus ya podía yo anoche esperar mis botas!...

El patinillo quedó á obscuras. Cuando volvió doña Ana, el duque la dijo: Abrid el postigo, señora. Pero abridle silenciosamente dijo el alcalde. Doña Ana abrió en silencio el postigo. Ahora, alcalde, sacad ese cadáver á la calle.

Pues es necesario que le encontréis, pero que no sea aquí. ¡Cómo, señor! Vais á sacar este cadáver por el postigo á la calle. ¡Señor! que os pido mucho; ¿pero sabéis lo que yo puedo hacer por vos? ¡Oh, excelentísimo señor! ¿Pero cómo he de hacerlo? Quitad esas luces de en medio dijo el duque. Doña Ana tomó la linterna del alcalde, y con la suya las puso en una habitación inmediata.

Es aquella una de esas angostas ventanas de montante, labradas como confesionarios en lo hondo de un muro, y flanqueadas por poyos de piedra donde duerme el gato y suele la abuela hilar su copo. Dos mujeres velan el cadáver: La una, alta y seca, con los cabellos en mechones blancos y los ojos en llamas negras, es sobrina de la muerta y se llama Doña Moncha.

Después que llegó el juez y se instruyeron las debidas diligencias, colocaron en una camilla el cadáver, y lo transportaron a su casa, porque don Rosendo, que sabía la noticia, lo reclamaba. Fué una procesión tristísima al través de las calles de la villa. Los vecinos se asomaban a los balcones, pálidos, inquietos, con la tristeza en el semblante. Gonzalo gozaba de generales simpatías.

Sólo quedaron con el cadáver, la extranjera, el doctor Bérard, y su colega de la policía, a quien explicaba la inutilidad de toda curación y la rapidez de la muerte; la Baronesa de Börne, que sin que nadie se lo pidiera, informaba de lo sucedido al juez; éste, el Príncipe y el comisario.

Poco después Quevedo abrió é hizo que los conductores llevasen la silla, cerró la puerta, y á pie y lentamente escoltó la silla de manos. Dentro de la silla iban el cadáver y el padre Aliaga. Más allá de la casa, entre la obscuridad, bajo la lluvia, quedaba el cadáver del tío Manolillo.

Cual página mas grande para escribir su nombre Que esas gigantes moles que mundos equilibran. Olmedo dice en el Canto á Junin, hablando de los Andes: «El mundo con su peso equilibrandoComo á la inmensa tumba del inmortal Moreno Bastar pudo tan solo la inmensidad del mar. Don Mariano Moreno. Todos saben que habiendo muerto durante la navegacion su cadáver fué arrojado al mar.