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Os ruego, Mathys, que, para bien vuestro, no me ocultéis la verdad. Pero hablad claramente; ¿qué es lo que queréis saber? Aproximándose a él, la viuda le preguntó con voz contenida: Decidme, Mathys, ¿Elena es realmente hija de la señora de Bruinsteen?

Recordó que Marta había expresado la intención de ir a hablar temprano con la condesa; se disponía, pues, a subir la escalera que conducía al departamento de la señora de Bruinsteen, cuando la camarera le detuvo, diciéndole que acababa de ver a su señora, sumida en el más profundo sueño. Mathys recorrió todo el edificio hasta las buhardillas.

El altercado duraba desde hacía largo rato, sin que la señora de Bruinsteen ni Mathys perdieran terreno, ni parecieran rendirse. La voz del intendente había llegado poco a poco al diapasón más elevado, y sin duda la obstinación de la condesa lo llenaba de furor, porque llegó a gritar tan fuerte que la viuda creyó distinguir algunas de sus amenazas.

Supuso que la condesa había sido dominada por completo por sus amenazas de la víspera y que no le halagaba más que para impedir las realizara en un momento de cólera. Vamos, Mathys dijo la señora de Bruinsteen , olvidad vuestra aventura de esta noche, y hacedme el favor de darme algunas explicaciones sobre el resultado de vuestro viaje. ¿Le hablasteis a la directora de la casa de sanidad?

Eso no era lo difícil; la señora de Bruinsteen consintió en ello sin mayor resistencia; pero cuando le dije que ibais a ser mi mujer casi le dió de rabia un ataque de apoplejía... ¿Esto os sorprende, Marta? Se diría ¿verdad? que está celosa porque yo distingo a otra mujer. Nada de eso; me odia, pero tiene necesidad de , y me teme.

Decidme de qué se me acusa y veré si puedo responder ahora con entera franqueza. Marta pareció ofendida por aquella resistencia y permaneció algunos minutos muda. Después dijo, como adoptando una brusca resolución: Elena no es la hija de la señora Bruinsteen; es hija de un oficial de húsares, y tuvo como nodriza una campesina, en Elterbeck, cerca de Bruselas... ¡Dios mío! ¿quién os ha dicho eso?

Estaba profundamente avergonzado de aquella imbecilidad, estando bien seguro, por otra parte, de que la condesa no le temería ni le tendría la menor consideración, así que supiera que aquella arma no estaba en sus manos. Cuando la señora de Bruinsteen entró en la sala, vió que había lágrimas en los ojos del intendente. ¿Estáis llorando, Mathys? le preguntó asustada . ¿Qué ha sucedido?

El señor Bruinsteen, vencido por sus largas instancias y por sus maniobras de una habilidad infinita, se dejó por fin llevar hasta eso. Pero Margarita se vió en parte defraudada en sus esperanzas, porque el contrato estipulaba que la considerable fortuna del conde pertenecía a sus legítimos herederos, si no tenía hijos de su casamiento. ¿Y ella no tuvo familia? interrumpió la viuda.

Acabaréis de una vez gritó la señora de Bruinsteen . Ya habéis dicho vuestra última palabra en Orsdael. Vamos, ¿queréis marcharos? ¿ o no? Y como Marta siguiera de rodillas y llorara tendiéndole los brazos, se puso de pie violentamente, la empujó rabiosa y le dió como adiós un golpe tan violento, que la pobre Marta se golpeó contra la pared y permaneció un instante aturdida.

Nada más sencillo; no quedan ni pruebas ni testigos, y aunque le hubierais revelado el secreto, bastará decirle que miente descaradamente. El intendente exhaló un profundo suspiro, pero no dijo nada. Después de unos instantes de silencio, la señora de Bruinsteen murmuró: ¡Qué aventura tan sorprendente!